La narrativa de Nadal o el error de Foster Wallace

Todo en torno a Nadal tiene que ver a estas alturas con la narrativa. El periodismo abunda en el aspecto deportivo, técnico, médico, estadístico... pero el mundo está hecho de capas de mitos, y en el cierre de su carrera, Nadal gestiona en cada respuesta el sentido de su Gran Relato. 

Nadal gestiona su narrativa en cada respuesta pero esto no quiere decir que la controle de forma autónoma. Él es el primero que espera expectante contra la apuesta que arroja a la Historia, y la Historia suma elementos que terminan por dotar a esta narrativa de una intriga resuelta en giros inesperados. Así, lo que terminar por hacer atractiva a la narrativa de Nadal, es la realista confirmación de la impresión mítica que produce. El último giro llegó ayer con la revelación del tenista que lo acompañará en la Final de Roland Garros. Que el posible último contrincante de Nadal en la Chatrier sea un alumno de su Academia, aporta un cierre rotundo al ciclo de su carrera menos anecdótico de lo que parece. Y es que el hecho demuestra la validez de su propuesta deportiva por la evidencia que aporta la existencia y el valor de sus epígonos. A Ruud le ha faltado tiempo para resaltar él mismo este extremo, comprendiéndose a sí mismo como un episodio especial de un relato fuera del alcance del resto del tenis por su dimensión formidable. Si el domingo Nadal vence a su pupilo, este aspecto formidable resultará aún más evidente. 

Federer y Djokovic podrán optar a lograr tantos o más Grand Slams como Nadal, pero está por verse que su propuesta tenística resulte rubricada con un elemento narrativo como el de la final de este domingo entre Nadal y su pupilo Ruud. De igual forma, el resto de componentes de sus narrativas palidecen frente a los elementos humanos de la narrativa de Nadal, raramente manifestándose por encima de lo estrictamente deportivo. Esto no es tanto por ausencia de materiales biográficos, cuanto por la gestión que el Big 3 hace de sus relatos y por los arquetipos a los que remiten. Quizás la mejor forma de introducirnos en este tema sea a través de la mirada tenística de Foster Wallace.

Foster Wallace convirtió a Federer en religión, a la que vino a sumarse en calidad de adepto por una fe alimentada por la experiencia epifánica de una evidencia estética que aparecía como suerte de Kairós. Así, el escritor hablaba de la capacidad excepcional del suizo para generar "momentos Federer", que expresarían el colmo de una "belleza cinética". A partir de esta estética, Foster Wallace armaba el conjunto de valores éticos que rubricaban el carácter extraordinario de Federer, como alguien que se componía a través de "su estoicismo a la antigua usanza, su dureza mental, su deportividad, su honradez generalizada evidente, su consideración y su generosidad caritativa".

Semejante retrato se completaba con la construcción de Nadal como contrapunto nemesíaco de Federer, al hilo del partido que jugarían en Wimbledon en 2006. Contra la armonía de Federer, la fiereza explosiva de Nadal a comienzos de su carrera se aparecía a Foster Wallace como invitación al festejo del espectáculo de la guerra. "A muchos de nosotros", decía, "los códigos de la guerra nos resultan más seguros que los del amor. Y puede que también se lo resulten a ustedes, en cuyo caso el mesomórfico y totalmente marcial tenista español Rafael Nadal será el perfecto hombretón para ustedes, con sus bíceps desnudos y las exhortaciones Kabuki que se lanza a sí mismo". 

Se puede disculpar a Foster Wallace el sesgo de alguien arrebatado por la mística religiosa, pero el caso es que Federer era el epítome de lo sublime a cuenta de acentuar grotescamente el retrato de Nadal. Así, el drive de Federer resumía "la belleza de un atleta de élite" "casi imposible de describir de forma directa. O de evocar". Y su "finura consumada" le había permitido "dominar el circuito masculino" para "gran confusión entre los dogmáticos". Confusión que el escritor resolvía a través de "tres posibles explicaciones válidas", de las cuales, la que más se acercaba a la verdad según él, se basaba "en el misterio y la metafísica", referida a la ontología de "escasos atletas sobrenaturales que parecen estar exentos, por lo menos en parte, de ciertas leyes de la física". Todo este aspecto aéreo de Federer se contraponía a una gravedad de Nadal casi telúrica, exaltando la diferencia entre ambos casi como si Tolkien dibujara un retrato de orcos contrapuestos frente a elfos. Foster Wallace llega a decir de Nadal que parece "un presidiario esperando que lo ataquen con un cuchillo de fabricación casera", en el contexto de una final que "presenta el argumento de la venganza, la dinámica de rey contra regicida y los contrastes dramáticos de caracteres. Se enfrentan la virilidad apasionada del sur del Europa contra el arte intrincado y clínico del norte. Dionisos contra Apolo. Cuchillo de carnicero contra escalpelo. Zurdo contra diestro. Los números dos y uno del mundo. Nadal, el hombre que ha llevado a sus límites el estilo moderno de juego de fondo… contra un hombre que ha transfigurado ese estilo moderno". 

La verdad es que Foster Wallace, para querer superar estereotipos y tópicos dominantes, no dejaba de fomentar los suyos propios. Y puede que Federer se le apareciese como la encarnación del mismísimo Apolo, pero desde luego Nadal nunca representó el aspecto orgiástico de Dionisos. Efectivamente, Nadal fue criado en la aspereza espartana del sacrificio constante sin derecho a queja, y no en hedonismo alguno. El estoicismo que el escritor atribuye a Federer responde más a la interiorización precoz del entreno como modo de vida contra la tentación del acomodamiento ególatra en el festejo del triunfo, y la imposición inflexible de la aceptación del error propio, impuestos por tío Toni, que a las veleidades iniciales de Federer en pista, que luego el tiempo y su madurez vinieron a atemperar. 

Foster Wallace no terminó de atribuir los referentes alegóricos adecuados pese a comprender el aspecto arquetípico del deporte moderno como espectáculo de masas, pero sí percibió que ya en la fase temprana de la rivalidad entre Federer y Nadal, el primero adolecía de un interés narrativo que él segundo arrastró ya desde el comienzo como factor disruptivo. Nadal era "la Némesis de Federer y la gran sorpresa del torneo de Wimbledon de este año... Federer, en cambio, no ha proporcionado ninguna sorpresa ni tampoco ningún drama competitivo durante las semifinales".

El aspecto divino de Federer en 2006, ya con 8 grand slams en su bolsillo, esa aura que convertía su juego en «una puñetera experiencia casi religiosa», era también su oquedad dramática y, por tanto, narrativa. Efectivamente Federer era Apolo en la tranquilidad de la lejanía olímpica, mientras Nadal ha ido construyendo una narrativa de superación personal con ingredientes extraños en el mundo profesional del tenis por tremendamente humanos. Así para empezar es un chico precoz entrenado por su tío, carácter que merece mención aparte y que, sin profundizar en su evidente peculiaridad, determina el carácter de Nadal como jugador y persona vinculado a los valores familiares y al sacrificio espartano. 

Alguien que lo mismo le convencía de niño de que lo había vuelto invisible, que no le pasaba una ante el comprensible intento del chico de excusarse ante un error o buscar desahogo contra su frustración con cualquier mínimo gesto agresivo. Un pragmático sin solución que va con su verdad por delante insobornablemente para bien o para mal. Y que, en el Gran Relato que está cerrándose de su sobrino, ha tenido un episodio propio de la subtrama que protagoniza por su posicionamiento ante el partido de Nadal contra el tenista que ahora entrena, como si todos los hilos convergieran ahora que la historia lleva visos de completarse. Entre el amor y el negocio, la familia es la familia.


El aspecto humano de Federer está opacado por su propia mitología, y el de Djokovic resulta demasiado esquemático como figura antisistema. Si Federer sería Apolo, Djokovic sería un titán prometeico contra el muro de la doctrina impuesto desde el statu quo mediante el dogma del covid. Sólo Nadal tiene un relato armado por ingredientes que abundan en su aspecto humano, en su carrera por superar Grand Slams como si fueran trabajos de Heracles mientras, desde el principio, está fatalmente diezmado por una debilidad crónica en su pie como si fuera un talón de Aquiles de quien, definitivamente, no heredó la incapacidad para evitar mostrarse colérico. Y que ahora se resalta como la única cosa que puede poner fin a su carrera contra la previsible victoria que mañana obtendrá frente a su confeso epígono Ruud.

Foster Wallace murió en 2008, dos meses después de que Nadal ganara Wimbledon a Federer en la final más crepuscularmente mítica que los tiempos recuerdan. Seguía siendo todavía muy temprano para valorar los logros del Big 3, que eran impensables en ese momento. Probablemente el "big picture" y el desarrollo de las narrativas de cada uno de estos personajes le hubiera hecho variar la impresión que expresaba en 2006. Lo que resulta innegable es que Nadal ha sido el referente por antonomasia que ha marcado un discurso donde la humildad y el sacrificio son el Norte para la vida y el éxito competitivo, en un mundo como el del deporte de élite, tan adornado de privilegios que resultan tentaciones para el acomodamiento en el hedonismo egocéntrico y narcisista.

Esta es la auténtica narrativa de Nadal que Foster Wallace no tuvo tiempo de advertir por irse de forma tan tristemente temprana, para comprender que Federer, sí, pero que Nadal también, si no más, era uno de los suyos, por mucho que su estilo recordara más a Manowar que a Nirvana. Y ahora Nadal, un tío que tiene una estatua en el torneo que disputa, en cada respuesta no para de recordarlo al filo del cierre de su relato, que mañana todavía puede ratificar con la evidencia del que, esperemos, no sea su último fulgor de gloria, precisamente, por demasiado humana. Y es que mientras el Big 3 parece que tiene puesta su atención en el objetivo deportido expresado cuantitativamente mediante la victoria en Grand Slams, Nadal está ganando el relato. Rudd y Aliassime, y hasta Kirgios dan fe de ello. Quién lo hubiera pensado de un tipo que al principio parecía un personaje más simple y grotesco que el robot de Terminator. Que el de Manacor, tan conservador, encerrara frente al esteta de la Nueva Izquierda un ejemplo radical, entre el dicho y el hecho, de genuina praxis en cierta forma marxista.





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