El final perfecto de Ozark II. Gatopardismo WASP

Wendy Byrde simboliza, como pocos personajes, la huida adelante que acompaña al proyecto de salvación personal propio del espíritu del capitalismo weberiano. Siempre a punto de tocar con los dedos la realización definitiva del proyecto salvador, y a la vez, siempre demasiado lejos, al punto de obligar a un nuevo salto mortal que profundiza en una deriva de degradación moral. Manteniendo, no obstante, un aspecto de dignidad moral frente a la sociedad donde no se renuncia a mostrarse como referente de ejemplaridad, por mor de un sentimiento de superioridad moral que no precisa estar justificado. Wendy aparenta ser una persona señaladamente extraviada por un camino progresivamente inmoral, pero, más allá de sus circunstancias particulares, este esquema de funcionamiento compone la dialéctica general de avance promovida por las contradicciones internas del espíritu del capitalismo. 

Predeterminación vs. antitradicionalismo, es la primera dicotomía que el capitalista weberiano se ve obligado a conciliar contra su falta de lógica. Mientras la doctrina calvinista propugna un destino de salvación asignado antes del propio nacimiento, esta suerte de necesidad radical se arroja contra un modelo social caracterizado por el estatismo tradicionalista. El capitalista se concibe así como motor de progreso histórico, pero justamente en calidad de individuo definido por un destino que está llamado a cumplirse contra toda contingencia. Y así Wendy perservera ciegamente en el cumplimiento del plan que terminará salvándole a ella y su familia, cerrando su etapa de deriva por la odisea de Ozark para inaugurar una vida de seguridad total cuando vuelva a Chicago. Pero como esta ciega fe en este destino pertenece más al terreno del mito que al de la razón, Wendy se topa una y otra vez con la verdad relativista de la Historia a través de contigencias inesperadas que se convierten en obstáculos entorpecedores de la torre de Babel que están levantando los Birdies, cada vez más cerca de colapsar definitivamente.

Tanto más intenta Wendy cambiar la historia para cumplir su destino, cuanto este espíritu de protagonismo histórico le enfrenta a su naturaleza contingente contra la pretensión de necesidad que Wendy pretende imbuirle. Esta formalización particular de la contradicción subyacente al esquema del espíritu capitalista se acompaña de una segunda contradicción. Para confirmar su predestinación excepcional conforme al esquema de salvación calvinista, el sujeto capitalista precisa transmutar el pecado capital de avaricia en virtud ascética, invirtiendo la valoración tradicional de la acumulación de riquezas materiales en su contrario. 

Dice Cristo que "es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que el que un rico entre en el Reino de los Cielos" (Mt 19,24), pero el calvinismo invierte exactamente el sentido de esta frase. La acumulación de riqueza material constata el aspecto predestinado del individuo, convirtiéndose en la misión de vida que permite arrojar un elemento de contraste para confirmar su salvación ultraterrena. Y esta es la segunda característica de la obsesión de Wendy: la consecución a ultranza de un objetivo que se va dilucidando contra la aparición de una serie constante de obstáculos contingentes, a través de un plan de enriquecimiento material suficiente como para traducirlo en un estatus social de invulnerabilidad espiritual, donde la superioridad moral del calvinista culmina en alejamiento de la mayoría. Para el caso que nos ocupa, así como en el caso de muchas fortunas reales, a través de una Fundación.

En su deriva ciega hacia el cumplimiento de ese plan que está siempre demasiado cerca pero demasiado lejos, Wendy comete crímenes fundamentales que adquieren el valor terrible de costes sacrificiales. Así sucede con su hermano y finalmente con la muerte de Ruth. Pero estos crímenes nefandos no son sino extensiones ramificadas de la propia dificultad para convertir el pecado de avaricia en virtud de naturaleza ascética, auténtica matriz moral del problema, que en la serie se maneja mediante la metáfora central de la empresa familiar como factoría de blanqueo de dinero. La realidad es que la misión esencialmente lucrativa del capitalista como medio de redención personal, exige este ejercicio constante de blanqueo moral conforme al valor tradicional del pecado capital de avaricia, manteniéndolo en un filo ambivalente que sólo se resuelve con la consecución del objetivo salvífico. Razón por la cual, Ozark tiene que terminar bien como medida de demostración argumentativa.

Ozark es pues, una historia de tesis validando por la fuerza de los hechos narrados, la aventura de enriquecimiento esencialmente ilícito que acompaña a las contradicciones del espíritu weberiano del capitalismo, precisamente por la resolución categórica de un desenlace forzado en un giro brusco y opaco. Si la serie se desarrollara en el plano contingente de una Historia donde las circunstancias cuentan y tienen su relativa lógica, el callejón sin salida al que conduce la escena final con el detective Sattem terminaría por dar al traste con el ciego empeño de Wendy. Lo lógico sería que Jonah, seriamente en desacuerdo con sus padres ante la horrible medida de sacrificio a la que han sometido a su tío, no pusiera obstáculo al detective que pudiera hacer justicia finalmente a su caso. Sin embargo la serie plantea un cambio brutal como por una suerte de interruptor moral activado automáticamente en el chico. De repente Jonah no sólo está de acuerdo con sus padres, sino que lo demuestra por la vía intempestiva de coger una escopeta y asesinar al detective, en un drástico corte a negro que niega a la audiencia cualquier consideración de evidencia sobre la que reflexionar, y sin que los títulos inmediatos de créditos den más oportunidad que aceptar que, colorín colorado, este cuento se ha acabado con perdices en Chicago.

El discurso ilógico del desenlace, pero también sus maneras impositivas, terminan por dotar a la serie de un tono de tesis, como decimos. Al concluir de esta forma la serie, su narrador toma partido por una de las opciones que componen el dilema contradictorio inserto en el seno del espíritu capitalista. El giro tan forzado y su brusco corte a negro imponen la conversión del desenlace en factor narrativo a modo de deus ex machina. Y por tanto, el relato se decanta, entre la ambivalencia de la contingencia histórica y la necesidad del predestinado, del lado del mito. El narrador impone un principio de necesidad que, implícitamente, otorga carta de naturaleza a la misión lucrativa del espíritu capitalista. El regreso a Chicago como Tierra Prometida va a producirse contra el último obstáculo aparentemente insalvable, porque Jonah parece haberse caído del caballo camino de Damasco, convirtiéndose a la fe de su pérfida madre de repente. 

Así, Ozark abandona definitivamente su pretensión de drama para investirse de parábola de fe, donde los sacrificios completan el aspecto de coste ritual necesario para demostrar el valor de la tesis mediante la determinación de un ejecutor que, en este caso, maneja materiales narrativos. La conversión de Jonah está en consonancia así con el sacrificio de Ruth, que en cierta forma era la auténtica sucesora espiritual del matrimonio. Pero que nunca estuvo destinada a prevalecer en su misión de salvación personal a través de un enriquecimiento intrínsecamente ilícito, pues no dejaba de pertenecer a una clase social depauperada, auténtico obstáculo pese al igualitarismo individualista propugnado doctrinalmente por el liberalismo como sistema político consagrado a la circulación mercantil de Capital. La muerte de Ruth vale tanto como la conversión de Jonah, en un cálculo ritualístico que hace, de Ozark, un akelarre, para mejor propugnar una actualización del espíritu capitalista descrito por Weber y por tanto, aún vigente.

El final de Ozark es perfecto porque está forzado contra toda lógica para justificar un discurso disonante, donde el lucro material se presenta como muestra de desinterés espiritualista, y la libertad se ejerce para confirmar el destino en favor de una sociedad a la que mayoritariamente se desprecia. Este cierre absoluto de la serie obliga a asumir todos los presupuestos y corolarios que se arrastran en la ética protestante del espíritu capitalista. Esto es, el carácter excepcional de la minoría llamada a salvarse. La capacidad de confirmar este destino a través de un ejercicio lucrativo tradicionalmente inmoral. Y sobre ello, el sostenimiento de jerarquías clasistas que prevalecen como sujetos de salvación contra el supuesto igualitarismo del individualismo capitalista. 

Porque al final es la familia WASP la que se lleva el gato al agua contra la White Trash compuesta por rednecks de la América profunda, así como contra el pujante mundo latino que corremos el riesgo de que termine por invadir silenciosamente nuestras sagradas instituciones, que ahí es donde Ozark destapa su hipocresía puritanista. Puede que Wendy sea una persona que no duda en instrumentalizar depravadamente todos los mecanismos institucionales para blanquear socialmente su empresa, y puede que hasta haya vendido a su propio hermano, pero si le dices que tiene que contribuir a un amaño electoral mediante un recuento de votos trucado, entonces se pone digna y dice que por la desvirtuación de la santa democracia, ella no pasa. Luego no tiene problemas en comprar candidatos y corromper políticos para sus intereses, pero el proceso de sufragio es sagrado, que al fin y al cabo es lo que queda a esas mayorías que en el fondo desprecia por momentos, de forma enfáticamente altiva. 

Lógicamente y moralmente, la familia Byrde no merece prevalecer, de forma que su final resulta decepcionante. Sin embargo, este final perfecto de los Byrde se juega en la posibilidad de que su desenlace encuentre un punto de agarre satisfactorio en la audiencia pese a su falta de lógica y su traición a la naturaleza inicialmente dramática, en tanto género incardinado en un marco histórico y no mítico. La audiencia es decepcionada por este giro forzado del narrador, pero es probable que pese a ello, el fina obtenga su pase porque los protagonistas de Ozark son quienes son, y sus antagonistas, lo mismo. Si la familia Byrde fuera negra, o chicana, y su Ruth no fuera tan White Trash, y si el Cartel de drogas no fuera tan chicano, no estarían resonando valores formales contrastados tan suficientemente establecidos para sentir la tentación de acomodarnos al triunfo obsceno de los Byrde. 

Es decir, no tendríamos tan asumido el principio de superioridad moral que acompaña al propio espíritu capitalista de naturaleza ética supuestamente ascética. Pero la pena que nos produce la muerte de Ruth es efímera, yaciente al lado de lo que significaba tener una casa con piscina pese a que tuvieras un enorme lago a tus pies. Comprendiendo demasiado tarde el valor añadido del lujo gratuito contra el interés económico dictado por la precaridad de un linaje miserable, porque ese conocimiento misterioso forma parte de una fiesta a la que nunca fue invitada, por mucho que se colase y demostrase arrojo suficiente para jugar a la misión redentora del lucro indecente. Como tampoco lo estuvieron los mejicanos que sienten una ofensa profunda en las formas secretas de gentes del Norte que, sin decir nada, te hacen sentir que son más. Que hasta la redneck de Ruth, siendo escoria en su patria, tiene gestos de altivez cuando se trata de confesar a una madre mejicana que es la asesina orgullosa de su hijo. A ver si entienden de una puta vez que esto va por clases por mucho que tengan más pasta, y las clases por el color del pelo rubio ni que sea un factor recesivo producido por la endogamia.

El poder de donde emana esta superioridad moral no es económico, es ideológico, y se confirma por el estupor entre traumático y gozoso de un elíptico escopetazo. Dictamina de un plumazo la misión cumplida de los Byrde a fuerza de final perfecto, donde Jonah dice Diego allí donde dijo digo, para convertir a Ozark en factor de refuerzo de un mundo donde las carencias lógicas y morales del capitalismo, necesitan constante actualización de consenso, blanqueando al dinero de necesidad de blanqueo por la suerte de esa América blanca que, amasándolo virtuosamente contra el resto del mundo, se comporta como el diablo que juega a ser dios. Que para eso figura en el dólar el nombre divino pese a dictar patrón económico de un mundo secularizado. Esto es, para cambiar las cosas como cambia un billete de mano mientras, a las grandes fortunas, las dejas como "son".


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