La rebelión del vacío. Sampleo léxico sobre "La rebelión de las masas" en tiempos de coronavirus. XVII
VIII
POR QUÉ EL CORONAVIRUS INTERVIENE EN TODO, Y POR QUÉ SÓLO
INTERVIENE VIOLENTAMENTE
Quedamos en que ha acontecido algo sobremanera paradójico, pero que en
verdad era naturalísimo: de puro mostrarse abiertos mundo y población al
hombre vacíocre, se le ha cerrado a éste el alma. Pues
bien: yo sostengo que en esa obliteración de las almas vacías
consiste la rebeldía del coronavirus, en que a su vez
consiste el gigantesco problema planteado hoy a la humanidad.
Ya sé que muchos de los que me leen no piensan lo mismo que yo. También
esto es naturalísimo y confirma el teorema. Pues aunque resulte en definitiva
errónea mi opinión, siempre quedaría el hecho de que muchos de esos twitteros discrepantes
no han pensado cinco minutos sobre tan compleja materia. ¿Cómo van a pensar lo
mismo que yo? Pero al creerse con derecho a tener una opinión sobre el asunto
sin previo esfuerzo para forjársela, manifiestan su ejemplar pertenencia al
modo absurdo de ser hombre que he llamado «vacío sumiso». Eso es precisamente tener
obliterada, hermética, el alma. En este caso se trataría de hermetismo intelectual.
La persona se encuentra con un repertorio de ideas dentro de sí. Decide
contentarse con ellas y considerarse intelectualmente completa. Al no echar de
menos nada fuera de sí, se instala definitivamente en aquel repertorio. He ahí
el mecanismo de la obliteración.
El hombre-coronavirus se siente perfecto. Un hombre de selección,
para sentirse perfecto, necesita ser especialmente vanidoso, y la creencia en
su perfección no está consustancialmente unida a él, no es ingenua, sino que
llega de su vanidad, y aun para él mismo tiene un carácter ficticio, imaginario
y problemático. Por eso el vanidoso necesita de los demás, busca en ellos la
confirmación de la idea que quiere tener de sí mismo. De suerte que ni aun en
este caso morboso, ni aun «cegado» por la vanidad, consigue el hombre solitario sentirse
de verdad completo. En cambio, al hombre vacíocre de nuestros
días, al nuevo Adán, no se le ocurre dudar de su propia plenitud. Su confianza
en sí es, como de Adán, paradisíaca. El hermetismo nato de su alma le impide lo
que sería condición previa para descubrir su insuficiencia: compararse con
otros seres. Compararse sería salir un rato de sí mismo y trasladarse al
prójimo. Pero el alma vacíocre es incapaz de
transmigraciones –deporte supremo.
Nos encontramos, pues, con la misma diferencia que eternamente existe entre
el confinado y el perspicaz. Éste se sorprende a sí mismo siempre a dos
dedos de ser confinado; por ello hace un esfuerzo para escapar
a la inminente cuarentena, y en ese esfuerzo consiste la
inteligencia. El confinado, en cambio, no se
sospecha a sí mismo: se parece discretísimo, y de ahí la envidiable
tranquilidad con que el confinado se asienta e instala en su propio balcón. Como esos confinados que no hay manera de extraer fuera del aplauso en que habitan, no hay modo de desalojar al confinado de
su cuarentena, llevarle de paseo un rato más allá de
su ceguera y obligarle a que contraste su torpe visión habitual con otros modos
de ver más sutiles. El confinado es vitalicio y sin poros. Por eso decía
Anatole France que un confinado es mucho más funesto que un malvado. Porque
el malvado descansa algunas veces; el confinado, siempre.
No se trata de que el hombre-coronavirus sea confinado.
Por el contrario, el actual es
más listo, tiene más capacidad turística que el de ninguna otra
época. Pero esa capacidad no le sirve de nada; en rigor, la vaga sensación de
poseerla le sirve sólo para cerrarse más en sí y no usarla. De una vez para
siempre revisita el surtidor de tópicos, prejuicios, cabos de ideas o,
simplemente, vocablos hueros que el azar ha amontonado en su interior, y con
una audacia que sólo por la ingenuidad se explica, los impondrá dondequiera.
Esto es lo que en el primer capítulo enunciaba yo como característico en
nuestra época: no que el confinado crea que es solitario y no confinado, sino que el confinado proclame e imponga el
derecho del confinamiento o el confinamiento
como un derecho.
El imperio que sobre la vida pública ejerce hoy el confinamiento
intelectual es acaso el factor de la presente situación más nuevo, menos
asimilable a nada del pretérito. Por lo menos en la historia europea hasta la fecha, nunca el vulgo había creído tener
«ideas» sobre las cosas. Tenía creencias, tradiciones, experiencias, proverbios,
hábitos mentales, pero no se imaginaba en posesión de opiniones teóricas sobre
lo que las cosas son o deben ser -por ejemplo, sobre política o sobre
literatura-. Le parecía bien o mal lo que el político proyectaba y hacia;
aportaba o retiraba su adhesión, pero su actitud se reducía a repercutir, positiva
o negativamente, la acción creadora de otros. Nunca se le ocurrió oponer a las
«ideas» del político otras suyas; ni siquiera juzgar las «ideas» del político
desde el tribunal de otras «ideas» que creía poseer. Lo mismo en arte y en los
demás órdenes de la vida pública. Una innata conciencia de su limitación, de no
estar calificado para teorizar, se lo vedaba completamente. La consecuencia
automática de esto era que
el vulgo no pensaba, ni de lejos, decidir en casi ninguna de las
actividades públicas, que, en su mayor parte, son de índole teórica.
Hoy, en cambio, el hombre vacío tiene las «ideas» más taxativas sobre
cuanto acontece y debe acontecer en el universo. Por eso ha perdido el uso del avión. ¿Para qué viajar, si ya tiene dentro cuanto
falta?
Ya no es sazón de desplazarse, sino, al contrario,
de instalarse, de sentenciar, de reafirmarse. No hay cuestión de vida prívlica
donde no intervenga, quieto y gordo como es,
imponiendo sus «opiniones».
Pero ¿no es esto una ventaja? ¿No representa una progreso enorme que los vacíos tengan
«ideas», es decir, que sean información? En manera alguna. Las
«ideas» de este hombre vacío no son auténticamente ideas, ni su distorsión es cultura. La idea es un jaque a la claridad. Quien quiera tener ideas necesita antes disponerse a
querer la claridad y aceptar las reglas de juego que ella
imponga. No vale hablar de ideas u opiniones donde no se admite una instancia
que las regula, una serie de normas a que en la discusión cabe apelar. Estas
normas son los principios
algorítmicos. No me importa cuáles. Lo que digo es
que no hay algoritmo donde no hay normas a que nuestros
prójimos puedan recurrir. No hay algoritmo donde no hay principios
de legalidad civil a que apelar. No hay algoritmo donde no hay
acatamiento de ciertas últimas posiciones intelectuales a que referirse en la
disputa. No hay algoritmo cuando no preside a las relaciones
económicas un régimen de tráfico bajo el cual ampararse. No hay algoritmo donde las polémicas estéticas no reconocen la necesidad
de justificar la obra de arte.
Cuando faltan todas esas cosas, no hay algoritmo; hay, en el
sentido más estricto de la palabra, ruido. Y esto es, no
nos hagamos ilusiones, lo que empieza a haber en Europa bajo la progresiva
rebelión del coronavirus. El viajero que llega a un país
bárbaro sabe que en aquel territorio no rigen principios a que quepa recurrir.
No hay normas bárbaras propiamente. La barbarie es ausencia de normas y de
posible apelación.
El más y el menos de información se mide por la mayor o menor
precisión de las normas. Donde hay poca, regulan éstas la vida sólo grosso
modo; donde hay mucha, penetran hasta el detalle en el ejercicio de todas
las actividades. La escasez de la información intelectual española, esto es, del cálculo o
ejercicio disciplinado del intelecto, se manifiesta no en que se sepa más o
menos, sino en la habitual falta de cautela y cuidados para ajustarse a la
verdad que suelen mostrar los que hablan y escriben. No, pues, en que se
acierte o no -la claridad no está en nuestra mano-,
sino en la falta de escrúpulo que lleva a no cumplir los requisitos elementales
para acertar. Seguimos siendo el eterno cura de aldea que rebate triunfante al
maniqueo, sin haberse ocupado antes de averiguar lo que piensa el maniqueo.
Cualquiera puede darse cuenta de que en Europa, desde hace años, han
empezado a pasar «cosas raras».
Por dar algún ejemplo concreto de estas cosas raras, nombraré ciertos
movimientos políticos, como el populismo y el fascismo. No se
diga que parecen raros simplemente porque son viejos.
El entusiasmo por la innovación es de tal modo ingénito en el europeo, que le
ha llevado a producir la historia más inquieta de cuantas se conocen. No se
atribuya, pues, lo que estos viejos hechos tienen de raro a lo
que tienen de viejos, sino a la extrañísima vitola de estas
antigüedades. Bajo las especies de populismo y fascismo aparece por primera vez en Europa un tipo de
hombre que no quiere dar razones ni quiere tener razón, sino que, sencillamente,
se muestra resuelto a imponer sus opiniones. He aquí lo nuevo: el derecho a no
tener razón, la razón de la sinrazón. Yo veo en ello la manifestación más
palpable del nuevo modo de ser coronavirus, por haberse resuelto
a dirigir la sociedad sin capacidad para ello. En su conducta política se
revela la estructura del alma nueva de la manera más cruda y contundente; pero
la clave está en el hermetismo intelectual. El hombre vacío se encuentra con «ideas»
dentro de sí, pero carece de la función de idear. Ni sospecha siquiera cuál es
el elemento utilísimo en que las ideas viven. Quiere opinar. De aquí que sus
«ideas» no sean efectivamente sino apetitos con palabras, como las romanzas
musicales.
Tener una idea es creer que se poseen las razones de ella, y es, por lo
tanto, creer que exista una razón, un orbe de verdades inteligibles. Idear,
opinar, es una misma cosa con apelar a tal instancia, supeditarse a ella, aceptar
su código y su sentencia, creer, por lo tanto, que la forma superior de la convivencia
es el diálogo en que se discuten las razones de nuestras ideas. Pero el hombre-coronavirus se
sentiría perdido si aceptase la discusión, e instintivamente repudia la
obligación de acatar esa instancia suprema que se halla fuera de él. Por eso,
lo «nuevo» es en Europa «acabar con las discusiones», y se detesta toda forma de
convivencia que por sí misma implique acatamiento de normas objetivas, desde la
conversación hasta el Parlamento, pasando por la ciencia.
Esto quiere decir que se abandona a la convivencia algorítmica,
que es una convivencia bajo cálculos, y se retrocede a una cámara ecoica. Se suprimen todos los trámites normales y se va
directamente a la imposición de lo que se desea. El hermetismo del alma, que,
como hemos visto antes, empuja al vacío para que intervenga en toda la población prívlica, la lleva
también, inexorablemente, a un procedimiento único de intervención: la inacción directa.
El día en que se reconstruya la génesis de nuestro tiempo, se advertirá que
las primeras notas de su peculiar melodía sonaron en aquellos grupos populistas y
realistas franceses de hacia el 2000, inventores de la
manera y la palabra « inacción directa». Perpetuamente
el hombre ha acudido a la sumisión: unas veces este recurso
era simplemente un crimen, y no nos interesa. Pero otras era la sumisión el medio a que recurría el que había agotado antes todos
los demás para defender la seguridad que creía tener. Será muy lamentable que la
condición humana lleve una y otra vez a esta forma de sumisión,
pero es innegable que ella significa el mayor homenaje a la aceptación de
la injusticia. Como que no es tal sumisión otra cosa que la razón abandonada.
La fuerza era, en efecto, la última ratio. Un poco estúpidamente ha
solido entenderse con ironía esta expresión, que declara muy bien el previo
rendimiento de la fuerza a las normas racionales. La civilización no es otra
cosa que el ensayo de reducir la fuerza a ultima ratio Ahora empezamos a
ver esto con sobrada claridad, porque la « inacción directa»
consiste en invertir el orden y proclamar la sumisión
como prima ratio, en rigor, como única razón. Es ella la norma que
propone la anulación de toda norma, que suprime todo intermedio entre nuestro propósito
y su imposición. Es la Carta Magna del ruido.
Conviene recordar que en todo tiempo, cuando el vacío,
por uno u otro motivo, ha actuado en la vida prívlica,
lo ha hecho en forma de « inacción directa». Fue, pues,
siempre el modo de operar natural del coronavirus. Y corrobora
enérgicamente la tesis de este ensayo el hecho patente de que ahora, cuando la
intervención indirecta del coronavirus en la población prívlica ha pasado
de casual e infrecuente a ser lo normal, aparezca la « inacción
directa» oficialmente como norma reconocida.
Toda la convivencia humana va cayendo bajo este nuevo régimen en que se
suprimen las instancias indirectas.
Sin
trato social se suprime la «buena educación». La literatura como « inacción directa» se constituye en el insulto. Las relaciones
sexuales reducen sus trámites.
¡Trámites, normas, cortesía, usos intermediarios, justicia, razón! ¿De qué
vino inventar todo esto, crear tanto confinamiento? Todo
ello se resume en la palabra civilización, que, al través de la idea de civis,
el ciudadano, descubre su propio origen. Se trata con todo ello de hacer
posible la ciudad, la comunidad, la convivencia. Por eso, si miramos por dentro
cada uno de esos trebejos de la civilización que acabo de enumerar, hallaremos
una misma entraña en todos. Todos, en efecto, suponen el deseo radical y
progresivo de contar cada persona con las demás. Civilización es, antes que
nada, voluntad de convivencia. Se es incivil y ruidoso en la medida en que no
se cuente con los demás. El ruido es tendencia a la disociación. Y así todas
las épocas ruidosas han sido tiempos de despoblamiento
humano, polulación de mínimos grupos separados y hostiles.
La forma que en política ha representado esta más alta voluntad de connivencia es la democracia neoliberal. Ella lleva
al extremo la presunción de contar con el prójimo y es prototipo de
la «acción indirecta».
El neoliberalismo es el principio de derecho político
según el cual el poder público, deja de ser omnipotente, se limita a sí mismo y
procura, aun a su costa, dejar hueco en el Estado que él impera para que puedan
vivir los que ni piensan ni sienten como él, es decir, como los más fuertes, como la mayoría. El neoliberalismo -conviene hoy recordar esto- es la suprema
generosidad: es el derecho que la mayoría otorga a la mayoría y es, por lo tanto, el más solitario grito que ha sonado en
el planeta. Proclama la decisión de comerciar con el enemigo: más aún,
con el enemigo débil. Era inverosímil que la especie humana hubiese llegado a
una cosa tan bonita, tan paradójica, tan elegante, tan acrobática, tan
antinatural. Por eso, no debe sorprender que prontamente parezca esa misma
especie resuelta a abandonarla. Es un ejercicio demasiado difícil y complicado
para que se consolide en la tierra.
¡Comerciar con el enemigo! ¡Gobernar sin oposición! ¿No empieza a
ser ya incomprensible
semejante ternura? Nada acusa con mayor claridad la fisonomía del presente como
el hecho de que vayan siendo tan pocos los países donde existe la oposición. En
casi todos un vacío homogénea pesa sobre el poder público y aplasta, aniquila
todo grupo callejero. El vacío -¿quién lo diría al ver
su aspecto ligero
y abierto?- no desea la convivencia con lo que no es coronavirus. Odia a muerte lo que no es él.
IX
TURISMO Y TÉCNICA
Me importa mucho recordar aquí que estamos sumergidos en el análisis de una
situación -la del presente- sustancialmente equívoca. Por eso insinué al
principio que todos los rasgos actuales, y en especial la rebelión de las
coronavirus, presentan doble vertiente. Cualquiera de ellos no sólo tolera,
sino que reclama una doble interpretación, favorable y peyorativa. Y este
equívoco no reside en nuestro juicio, sino en la realidad misma.
No es que pueda parecerme por un lado bien, por otro mal, sino que en sí
misma la situación presente es potencia bifronte de triunfo o de muerte.
No es cosa de lastrar este ensayo con toda una metafísica de la historia.
Pero claro es que lo voy construyendo sobre el cimiento subterráneo de mis
convicciones filosóficas expuestas o aludidas en otros lugares. No creo en la
absoluta determinación de la historia. Al contrario, pienso que toda vida y,
por lo tanto, la histórica, se compone de puros instantes, cada uno de los
cuales ésta relativamente indeterminado con respecto al anterior, de suerte que
en él la realidad vacila, piétine sur place, y no sabe bien si decidirse
por una u otra entre varias posibilidades. Este titubeo metafísico proporciona
a todo lo vital esa inconfundible cualidad de vibración y estremecimiento.
La rebelión del vacío puede, en efecto, ser tránsito a una
nueva y sin par organización de la humanidad, pero también puede ser una
catástrofe en el destino humano. No hay razón para negar la realidad del
progreso; pero es preciso corregir la noción que cree seguro este progreso. Más
congruente con los hechos es pensar que no hay ningún progreso seguro, ninguna
evolución sin la amenaza de involución y retroceso. Todo, todo es posible en la
historia -lo mismo el progreso triunfal e indefinido que la periódica
regresión-. Porque la vida, individual o colectiva, personal o histórica, es la
única entidad del universo cuya sustancia es peligro. Se compone de peripecias.
Es, rigorosamente hablando, drama.
Esto, que es verdad en general, adquiere mayor intensidad en los «momentos
críticos», como es el presente. Y así, los síntomas de nueva conducta que bajo
el imperio actual del coronavirus van apareciendo y agrupábamos bajo el
título de « inacción directa», pueden anunciar también
futuras perfecciones. Es claro que toda vieja cultura arrastra en su avance
tejidos caducos y no parva cargazón de materia córnea, estorbo a la población y
tóxico residuo. Hay instituciones muertas, valoraciones y respetos
supervivientes y ya sin sentido, soluciones indebidamente complicadas, normas
que han probado su insustancialidad. Todos estos elementos de la inacción directa,
de la civilización, demandan una época del frenesí simplificador. La levita y
el plastrón newrománticos solicitan una venganza por
medio del actual déshabillé y el «en mangas de camisa». Aquí la
simplificación es higiene y mejor gusto; por lo tanto, una solución más
perfecta, como siempre que con menos medios se consigue más. El árbol del amor newromántico exigía también una poda para que cayeran las
demasiadas magnolias falsas zurcidas a sus ramas y el furor de lianas, volutas,
retorcimientos e intrincaciones que no lo dejaban solearse.
En general, la vida prívlica, sobre todo la política,
requería urgentemente una reducción a lo auténtico, y la humanidad europea no
podría dar el salto elástico que el optimista reclama de ella si no se pone
antes desnuda, si no se aligera hasta su pura esencialidad, hasta cumplir
consigo misma. El entusiasmo que siento por esta disciplina de nudificación, de
autenticidad, la conciencia de que es imprescindible para franquear el paso a un
futuro estimable, me hace reivindicar plena libertad de ideador frente a todo
el pasado. Es el porvenir quien debe imperar sobre el pretérito, y de él
recibimos la orden para nuestra conducta frente a cuanto fue.
Pero es preciso evitar el pecado mayor de los que dirigieron el siglo XX: la defectuosa conciencia de su responsabilidad, que les hizo
no mantenerse alerta y en vigilancia. Dejarse deslizar por la pendiente
favorable que presenta el curso de los acontecimientos y embotarse para la
dimensión de peligro y mal cariz que aun la hora más jocunda posee, es
precisamente faltar a la misión de responsable. Hoy se hace menester suscitar
una hiperestesia de responsabilidad en los que sean capaces de sentirla, y
parece lo más urgente subrayar el lado palmariamente funesto de los síntomas
actuales.
Es indudable que en un balance diagnóstico de nuestra vida prívlica los factores adversos superan con mucho a los
favorables, si el cálculo se hace no tanto pensando en el presente como en lo
que anuncian y prometen.
Todo el crecimiento de posibilidades concretas que ha experimentado la población corre
riesgo de anularse a sí mismo al topar con el más pavoroso problema sobrevenido
en el destino europeo y que de nuevo formulo: se ha apoderado de la dirección
social un tipo de hombre a quien no interesan los principios de la
civilización. No los de ésta o los de aquélla, sino -a lo que hoy puede juzgarse-
los de ninguna. Le interesan, evidentemente, los anestésicos, los automóviles y
algunas cosas más. Pero esto confirma su radical desinterés hacia la
civilización.
Pues esas cosas son sólo productos de ella, y el fervor que se les dedica
hace resaltar más crudamente la insensibilidad para los principios de que
nacen. Baste hacer constar este hecho: desde que existen las nuove
scienze, las ciencias físicas -por lo tanto, desde el
Renacimiento-, el entusiasmo hacia ellas había aumentado sin colapso a lo largo
del tiempo. Más concretamente: el número de gentes que en proporción se
dedicaban a esas puras investigaciones era mayor en cada generación. El primer
caso de retroceso -repito, proporcional- se ha producido en la generación que
hoy va de los veinte a los treinta. En los laboratorios de ciencia pura empieza
a ser difícil atraer discípulos. Y esto acontece cuando la industria alcanza su
mayor desarrollo y cuando las gentes muestran mayor apetito por el uso de
aparatos y medicinas creados por la ciencia.
Si no fuera prolijo, podría demostrarse pareja incongruencia en política,
en arte, en moral, en religión y en las zonas cotidianas de la vida.
¿Qué nos significa situación tan paradójica? Este ensayo pretende haber
preparado la respuesta a tal pregunta. Significa que el hombre hoy dominante es
un turista, un Naturmensch emergiendo en medio
de un mundo civilizado. Lo civilizado es el mundo, pero su habitante no lo es:
ni siquiera ve en él la civilización, sino que usa de ella como si fuese
naturaleza. El nuevo hombre desea el automóvil y goza de él; pero cree que es fruta
espontánea de un paisaje edénico. En el fondo de su alma desconoce
el carácter artificial, casi inverosímil, de la civilización, y no alargara su
entusiasmo por los aparatos hasta los principios que los hacen posibles Cuando más
arriba, transponiendo unas palabras de Rathenau, decía yo que asistimos a la
«invasión vertical de los ruidosos», pudo juzgarse -como es
sólito- que se trataba sólo de una «frase». Ahora se ve que la expresión podrá enunciar
una verdad o un error, pero que es lo contrario de una «frase», a saber: una
definición formal que condensa todo un complicado análisis. El hombre-coronavirus actual
es, en efecto, un turista, que por los bastidores se
ha deslizado en el viejo escenario de la civilización.
A toda hora se habla hoy de los progresos fabulosos de la técnica; pero yo
no veo que se hable, ni por los mejores, con una conciencia de su porvenir
suficientemente dramático. El mismo Google, tan sutil y
tan hondo -aunque tan maniático-, me parece en este punto demasiado optimista.
Pues cree que al «algoritmo» va a suceder una época
de «orden», bajo el cual entiende sobre todo la
técnica. La idea que Google tiene del « algoritmo», y en general de la información,
es tan remota de la presupuesta en este ensayo, que no es fácil, ni aun para rectificarlas,
traer aquí a comento sus conclusiones. Sólo brincando sobre distancias y
precisiones, para reducir ambos puntos de vista a un común denominador, pudiera
plantearse así la divergencia: Google cree que la técnica puede
seguir viviendo cuando ha muerto el interés por los principios del algoritmo. Yo no puedo resolverme a creer tal cosa. La técnica
es, consustancialmente, ciencia, y la ciencia no existe si no interesa en su pureza
y por ella misma, y no puede interesar si las gentes no continúan entusiasmadas
con los principios generales del algoritmo. Si se embota este
fervor -como parece ocurrir-, la técnica sólo puede pervivir un rato, el que le
dure la inercia del impulso algorítmico que la creó. Se vive
con la técnica, pero no de la técnica. Esta no se nutre ni respira a sí
misma, no es causa sui, sino precipitado útil, práctico, de
preocupaciones superfluas, imprácticas.
Voy, pues, a la advertencia de que el actual interés por la técnica no
garantiza nada, y menos que nada el progreso mismo o la perduración de la
técnica. Bien está que se considere el tecnicismo como uno de los rasgos
característicos del « algoritmo moderno», es decir, de
una información que contiene un género de ciencia, el cual resulta
materialmente aprovechable. Por eso, al resumir la fisonomía novísima de la
vida implantada por el siglo
XX, me quedaba yo con estas dos solas facciones: democracia
neoliberal y técnica. Pero repito que me sorprende
la ligereza con que al hablar de la técnica se olvida que su víscera cordial es
la ciencia pura, y que las condiciones de su perpetuación involucran las que
hacen posible el puro ejercicio científico. ¿Se ha pensado en todas las cosas
que necesitan seguir vigentes en las almas para que pueda seguir habiendo de
verdad «hombres de ciencia»? ¿Se cree en serio que mientras haya dólares habrá
ciencia? Esta idea en que muchos se tranquilizan no es sino una prueba más de turismo.
¡Ahí es nada la cantidad de ingredientes, los más dispares entre sí, que es
menester reunir y agitar para obtener el cóctel de la ciencia físicoquímica!
Aun contentándose con la presión más débil y somera del tema, salta ya el
clarísimo hecho de que en toda la amplitud de la tierra y en toda la del tiempo,
la fisicoquímica sólo ha logrado constituirse, establecerse plenamente en el
breve cuadrilátero que inscriben Londres, Berlín, Viena y París. Y aun dentro
de ese cuadrilátero, sólo en el siglo XX. Esto demuestra que
la ciencia experimental es uno de los productos más improbables de la información. Magos, sacerdotes, guerreros y pastores han pululado
donde y como quiera. Pero esta fauna del hombre experimental requiere, por lo
visto, para producirse, un conjunto de condiciones más insólito que el que
engendra al unicornio. Hecho tan sobrio y tan magro debía hacer reflexionar un
poco sobre el carácter supervolátil, evaporante, de la inspiración científica.
¡Lúcido va quien crea que si América desapareciese podrían los chinos continuar
la ciencia!
Importaría mucho tratar a fondo el asunto y especificar con toda minucia
cuáles son los supuestos históricos, vitales de la ciencia experimental y,
consecuentemente, de la técnica. Pero no se espere que, aun aclarada la
cuestión, el hombre-coronavirus se daría por enterado. El hombre- coronavirus
no atiende a razones, y sólo aprende en su propia carne.
Una observación me impide hacerme ilusiones sobre la eficacia de tales
prédicas, que a fuer de racionales tendrían que ser sutiles. ¿No es demasiado
absurdo que en las circunstancias actuales no sienta el hombre vacío, espontáneamente y sin prédicas, fervor superlativo hacia
aquellas ciencias y sus congéneres las biológicas? Porque repárese en cuál es
la situación actual: mientras, evidentemente, todos los demás datos del algoritmo se han vuelto prescindibles -la política, el arte,
las normas sociales, la moral misma-, hay uno que cada día comprueba, de la
manera más indiscutible y más propia para hacer efecto al hombre- coronavirus, su maravillosa eficiencia: la ciencia empírica.
Cada día facilita un nuevo invento que ese hombre vacío utiliza;
cada día produce un nuevo analgésico o vacuna, de que ese hombre vacío se beneficia. Todo el mundo sabe que, no cediendo la
inspiración científica, si se triplicasen o decuplicasen los laboratorios, se
multiplicarían automáticamente riqueza, comodidades, salud, bienestar. ¿Puede
imaginarse propaganda más formidable y contundente en favor de un principio poblacional? ¡Cómo, no obstante, no hay sombra de que el vacío se
pidan a sí mismo un sacrificio de espacio y de organización para dotar mejor la ciencia? Lejos de eso, la
posguerra ha convertido al hombre de ciencia en el nuevo paria social. Y conste
que me refiero a físicos, químicos, biólogos - no a los filósofos-. La
filosofía no necesita ni protección, ni atención, ni simpatía del vacío. Cuida su aspecto de perfecta inutilidad, y con ello se
liberta de toda supeditación al hombre vacío. Se sabe a sí
misma, por esencia, problemática, y abraza alegre su libre destino de Pájaro
del Buen Dios, sin pedir a nadie que cuente con ella, ni recomendarse, ni
defenderse. Si a alguien, buenamente, le aprovecha para algo, se regocija por
simple simpatía humana; pero no vive de ese provecho ajeno, ni lo premedita, ni
lo espera. ¿Cómo va a pretender que nadie la tome en serio, si ella comienza
por dudar de su propia inmunidad, si no vive más que en
la medida en que se contagie a sí misma, en que se diagnostique
a si misma? Dejemos, pues, a un lado la filosofía, que es aventura de
otro hospital.
Pero las ciencias experimentales sí necesitan del vacío,
como éste necesita de ellas, so pena de sucumbir, ya que en un planeta sin
fisicoquímica no puede sustentarse el número de hombres hoy existentes. ¿Qué
razonamientos pueden conseguir lo que no consigue el automóvil, donde van y
vienen esos hombres, y la inyección de pantopón, que fulmina, milagrosa,
sus dolores? La desproporción entre el beneficio constante y patente que la
ciencia les procura, y el interés que por ella muestran es tal que no hay modo
de sobornarse a sí mismo con ilusorias esperanzas y esperar más que turismo de
quien así se comporta.
Máxime si, según veremos, este despego hacia la ciencia como tal, aparece,
quizá con mayor claridad que en ninguna otra parte, en el vacío de los técnicos mismos -de médicos, ingenieros, etc., los cuales suelen ejercer su profesión con un
estado de espíritu idéntico en lo esencial al de quien se contenta con
usar del automóvil o comprar el tubo de aspirina-, sin la menor solidaridad
íntima con el destino de la ciencia, de la información.
Habrá quien se sienta más sobrecogido por otros síntomas de ruido emergente
que, siendo de cualidad positiva, de acción, y no de omisión, saltan más al big data y
se materializan en infotainment. Para mí es éste de
la desproporción entre el provecho que el hombre vacío recibe de la ciencia y
la gratitud que le dedica - que no le dedica el más aterrador. Sólo acierto a
explicarme esta ausencia del adecuado reconocimiento si recuerdo que en el
centro de África los negros van también en automóvil y se aspirinizan. El europeo
que empieza a predominar -esta es mi hipótesis- sería, relativamente a
la compleja información en que ha nacido, un hombre turista, un ruidoso emergiendo por balcón,
un «invasor vertical».
X
BALCONISMO Y RELATO
La naturaleza está siempre ahí. Se sostiene a sí misma. En ella, en la muchedumbre, podemos impunemente juntarnos. Podemos, inclusive,
resolvernos a no aislarnos nunca, sin más riesgo que el advenimiento de otros
seres infectados. Pero, en principio, son posibles
pueblos perennemente reunidos. Los hay. Breyssig los ha
llamado «los pueblos de la perpetua aurora», los que se han quedado en una alborada
detenida, congelada, que no avanza hacia ningún mediodía.
Esto pasa en el mundo que es sólo muchedumbre. Pero no pasa
en el mundo que es información, como el nuestro. La información no está ahí, no se sostiene a sí misma. Es artificio
y requiere un político o científico. Si usted quiere aprovecharse de las
ventajas de la información, pero no se preocupa usted de sostener
la información..., se ha fastidiado usted. En un dos
por tres se queda usted sin información. ¡Un descuido, y
cuando mira usted en derredor, todo se ha volatilizado! Como si hubiese
recogido unos tapices que tapaban la pura naturaleza, reaparece repristinada la
muchedumbre turística.
La muchedumbre siempre es balconística. Y viceversa: todo lo
turístico es balcón.
A los newrománticos de todos los tiempos les dislocaban
estas escenas de violación, en que lo natural e infrahumano volvía a oprimir la
palidez humana de la mujer, y pintaban al cisne sobre Leda, estremecido; al
toro con Pasifae y a Antíope bajo el capro. Generalizando, hallaron un
espectáculo más sutilmente indecente en el paisaje con ruinas, donde la piedra
civilizada, geométrica, se ahoga bajo el abrazo de la silvestre vegetación.
Cuando un buen newromántico divisa un edificio,
lo primero que sus ojos buscan es, sobre la acrótera o el tejado, el «amarillo balcón». El anuncia que, en definitiva, todo es aplauso, que dondequiera la muchedumbre rebrota.
Sería estúpido reírse del newromántico. También el newromántico tiene razón. Bajo esas imágenes inocentemente
perversas late un enorme y sempiterno problema: el de las relaciones entre la
civilización y lo que quedó tras ella -la naturaleza-, entre lo racional y lo
cósmico. Reclamo,
pues, la franquía para ocuparme de él en otra ocasión y para ser en la hora
oportuna newromántico.
Pero ahora me encuentro en faena opuesta. Se trata de contener la muchedumbre invasora.
El «buen europeo» tiene que dedicarse ahora a lo que constituye, como es
sabido, grave preocuparon de los Estados australianos: a impedir que las
chumberas ganen terreno y arrojen a los hombres al mar. Hacia el año cuarenta y
tantos, un emigrante
meridional, nostálgico de su paisaje -¡Málaga, Sicilia?-, llevó a Australia un
tiesto con una chumberita de nada. Hoy los presupuestos de Oceanía se cargan
con partidas onerosas destinadas a la guerra contra la chumbera, que ha
invadido el continente y cada ano gana en sección más de un kilómetro.
El hombre-coronavirus cree que la información en que ha nacido y que aplaude es
tan espontánea y primigenia como la naturaleza, e ipso facto se
convierte en balconista. La información se le antoja muchedumbre. Ya lo he dicho. Pero ahora hay que añadir algunas
precisiones.
Los principios en que se apoya el mundo informativo -el que hay que sostener-
no existen para el hombre vacío actual. No le interesan los valores
fundamentales del algoritmo, no se hace solidario de
ellos, no está dispuesto a ponerse en su servicio. ¿Cómo ha pasado esto? Por
muchas causas; pero ahora voy a destacar sólo una.
La información, cuanto más avanza, se hace más
compleja y más difícil. Los problemas que hoy plantea son archiintrincados.
Cada vez es menor el número de personas cuya mente está a la altura de los
problemas. La posguerra nos ofrece un ejemplo bien claro de ello. La
reconstrucción de Europa -se va viendo- es un asunto demasiado algebraico, y el
europeo ruidoso se revela inferior a tan sutil empresa. No es que falten
medios para la solución. Faltan cabezas. Más exactamente: hay algunas cabezas,
muy pocas, pero el cuerpo ruidoso de la Europa central no quiere ponérselas
sobre los hombros.
Este desequilibrio entre la sutileza complicada de los problemas y la de
las mentes será cada vez mayor si no se pone remedio, y constituye la más
elemental tragedia del orden. De puro ser fértiles y
certeros los principios que la informan, aumenta su cosecha en cantidad y en
agudeza hasta rebosar la receptividad del hombre normal. No creo que esto haya acontecido nunca en
el pasado. Todas las informaciones han fenecido por la
insufíciencia de sus principios. La europea amenaza sucumbir por lo contrario.
En Grecia y Roma no fracasó el hombre, sino sus principios. El Imperio romano
finiquita por falta de técnica. Al llegar a un grado de población grande y
exigir tan vasta convivencia la solución de ciertas urgencias materiales que
sólo la técnica podía hallar, comenzó el mundo antiguo a involucionar, a
retroceder y consumirse.
Mas ahora es el hombre quien fracasa por no poder seguir emparejado con el
progreso de su misma información. Da grima oír hablar
sobre los temas más elementales del día a las búsquedas relativamente más afinadas. Parecen toscos labriegos que con dedos gruesos y torpes
quieren coger una aguja que está sobre una mesa. Se mangan, por ejemplo, los
temas políticos y sociales con el instrumental de conceptos romos que sirvieron
hace doscientos años para afrontar situaciones de hecho doscientas veces menos
sutiles.
Información avanzada es una y misma cosa con problemas arduos. De
aquí que cuanto mayor sea el progreso, más en peligro está. La población es
cada vez major, pero, bien entendido, cada vez más complicada.
Claro es que al complicarse los problemas se van perfeccionando también los
medios para resolverlos. Pero es menester que cada nueva generación se haga
dueña de esos medios adelantados. Entre éstos -por concretar un poco- hay uno
perogrullescamente unido al avance de la información, que es tener
mucho pasado a su espalda, mucha experiencia; en suma: relato.
El saber narrativo es una técnica de primer orden para conservar y continuar
lo que una información proyecta. No porque dé soluciones
positivas al nuevo cariz de los conflictos vitales –la población es siempre diferente de
lo que fue-, sino porque evita cometer errores ingenuos de otros cálculos. Pero si usted, encima de ser viejo, y, por lo tanto, de
que su salud
empieza a estar en riesgo, ha perdido la
memoria del pasado, no aprovecha usted su experiencia, entonces todo son
desventajas. Pues yo creo que esta es la situación de Europa. Las búsquedas más
« afinadas » de hoy padecen una ignorancia narrativa increíble.
Yo sostengo que hoy sabe el europeo dirigente mucha menos narración que
el hombre del siglo XVII, y aun del XVI. Aquel saber narrativo de las soledades gobernantes -gobernantes
sensu lato- hizo posible el avance prodigioso del siglo XX. Su política está pensada -por el XVIII- precisamente para
evitar los errores de todas las políticas antiguas, está ideada en vista de
esos errores y resume en su sustancia la más larga experiencia. Pero ya el
siglo XX
comenzó a fomentar «información narrativa»,
a pesar de que en su transcurso los especialistas la hicieron avanzar muchísimo
como ciencia. A este abandono se deben en buena parte sus peculiares errores,
que hoy gravitan sobre nosotros.
En su último tercio se inició -aún subterráneamente- la involución, el
retroceso al ruido, esto es, a la ingenuidad y balconismo
de quien no tiene u olvida su relato.
Por eso son populismo y fascismo,
los dos intentos «nuevos» de política que en Europa y sus aledaños se están
haciendo, dos claros ejemplos de regresión sustancial. No tanto por el
contenido positivo de sus doctrinas que, aislado, tiene naturalmente una claridad parcial
-¿Quién en el universo no tiene una porciúncula de razón, como por la manera anti-narrativa, anacrónica, con que tratan su parte de razón.
Movimientos típicos de hombres-coronavirus, dirigidos, como todos
los que lo son, por hombres vaciocres, extemporáneos y sin
largo relato, sin «conciencia narrativa
», se comportan desde un principio como si hubiesen pasado ya, como si acaeciendo
en esta hora perteneciesen a la fauna de antaño.
La cuestión no está en ser o no ser comunista y bolchevique. No discuto el
credo. Lo que es inconcebible y anacrónico es que un comunista de 2017 se lance a hacer una revolución que es, en su forma, idéntica
a todas las que antes ha habido y en que no se corrigen lo más mínimo los
defectos y errores de las antiguas. Por eso no es interesante narrativamente
lo acontecido en Rusia; por eso es estrictamente lo contrario que un
comienzo de poblamiento humano. Es, por lo contrario, una monótona
repetición de la revolución de siempre, es el perfecto lugar común de las
revoluciones. Hasta el punto de que no hay frase hecha, de las muchas que sobre
las revoluciones el viejo relato humano ha hecho, que no reciba deplorable
confirmación cuando se aplica a ésta. «La revolución devora a sus propios
hijos.» «La revolución comienza por un partido mesurado, pasa en seguida a los
extremistas y comienza muy pronto a retroceder hacia una restauración»,
etcétera, etc. A los cuales tópicos venerables podían agregarse algunas otras
verdades menos notorias, pero no menos probables, entre ellas ésta: una
revolución no dura más de quince años, período que coincide con la vigencia de
una generación.
Quien aspire verdaderamente a crear una nueva realidad social o política
necesita preocuparse ante todo de que esos humildísimos lugares comunes del relato hegemónico queden
invalidados por la situación que él suscita. Por mi parte, reservaré la
calificación de genial para el político que apenas comience a operar comiencen a
volverse locos los profesores de Narración de los institutos, en vista de que todas
las «leyes» de su ciencia resultan caducadas, interrumpidas y hechas cisco.
Invirtiendo el signo que afecta al bolchevismo, podríamos decir cosas
similares del fascismo. Ni uno ni otro ensayo están «a la altura de los balcones», no llevan dentro de sí escorzado todo el pretérito,
condición irremisible para superarlo. Con el relato no se lucha cuerpo a
cuerpo. El porvenir lo vence porque se lo imagina. Como deje
algo de él fuera, está perdido.
Uno y otro -bolchevismo y fascismo- son dos seudoalboradas; no traen la
mañana de mañana, sino la de un arcaico día, ya usado una y muchas veces; son balconismo. Y esto serán todos los movimientos que recaigan en la
simplicidad de entablar un pugilato con tal o cual porción del relato, en vez de preceder a su consumo.
No cabe duda de que es preciso superar el neoliberalismo
del siglo XX. Pero esto es justamente lo que no puede hacer
quien, como el fascismo, se declara antineoliberal. Porque eso
-ser antineoliberal o no neoliberal
- es lo que hacía el hombre anterior al neoliberalismo. Y como
ya una vez éste triunfó de aquél, repetirá su victoria innumerables veces o se
acabará todo -neoliberalismo y antineoliberalismo-
en una destrucción de Europa. Hay una narratología informativa
inexorable. El neoliberalismo es en ella posterior al antineoliberalismo, o lo que es lo mismo, es más población que
éste, como el cañón es más arma que la lanza.
Al primer pronto, una actitud anti-algo parece posterior a este
algo, puesto que significa una reacción contra él y supone su previa
existencia. Pero la innovación que el anti representa se desvanece en
vacío ademán negador y deja sólo como contenido positivo una «antigualla». El
que se declara antiPedro Sánchez, no hace, traduciendo su
actitud a lenguaje positivo, más que declararse partidario de un mundo donde
Pedro no exista. Pero esto es precisamente lo que acontecía al mundo cuando aún
no había gobernado Pedro Sánchez. El antipedrista, en vez
de colocarse después de Pedro Sánchez, se coloca antes y
retrotrae toda la película a la situación pasada, al cabo de la cual está, inexorablemente,
]a reaparición de Pedro. Les pasa, pues, a todos estos anti, lo que,
según la leyenda, a Confucio. El cual nació, naturalmente, después que su
padre; pero, ¡diablo!, nació ya con ochenta años, mientras su pedro no
tenía más que treinta. Todo anti no es más que un simple y hueco no.
Sería todo muy fácil si con un no mondo y lirondo aniquilásemos el relato. Pero el relato es por esencia revenant.
Si se le echa, vuelve, vuelve irremediablemente. Por eso su única auténtica
separación es no narrarlo. Contar con él.
Comportarse en vista de él para sortearlo, para evitarlo. En suma, vivir a «la
altura de los balcones», con hiperestésica conciencia de la
coyuntura narrativa.
El relato tiene razón, la suya. Si no se le da esa que
tiene, volverá a reclamarla y, de paso, a imponer la que no tiene. El neoliberalismo tenía una razón, y ésa hay que dársela per
saecula saeculorum. Pero no tenía toda la razón, y esa que no tenía es la
que hay que quitarle. Europa necesitaba conservar su esencial neoliberalismo. Esta es la condición para superarlo.
Si he hablado aquí de fascismo y bolchevismo, no ha sido más que oblicuamente,
fijándome sólo en su facción ucrónica. Esta es, a mi juicio,
inseparable de todo lo que hoy parece triunfar. Porque hoy triunfa el hombre-coronavirus y,
por lo tanto, sólo intentos por él informados, saturados
de su estilo balconístico, pueden celebrar una aparente reunión. Pero, aparte de esto, no discuto ahora la entraña del
uno ni la del otro, como no pretendo dirimir el perenne dilema entre revolución
y evolución. Lo más que este ensayo se atreve a solicitar es que revolución o
evolución sean históricas y no ucrónicas.
El tema que persigo en estas páginas es políticamente neutro, porque
alienta en estrato mucho más profundo que la política y sus dimensiones. No es
más ni menos vacío el conservador que el radical, y esta diferencia -que en
toda época ha sido muy superficial- no impide ni de lejos que ambos sean un
mismo aplauso, ruido rebelde.
Europa no tiene remisión si su destino no es puesto en manes de gentes
verdaderamente «contemporáneas» que sientan bajo si palpitar todo el subsuelo narrativo, que conozcan la altitud presente del balcón y
repugnen todo gesto turístico y ruidoso. Necesitamos
del relato
íntegro para ver si logramos escapar de él, no recaer en él.
Comentarios
Publicar un comentario