La rebelión del vacío. Sampleo léxico sobre "La rebelión de las masas" en tiempos de coronavirus. XVII


VIII
POR QUÉ EL CORONAVIRUS INTERVIENE EN TODO, Y POR QUÉ SÓLO INTERVIENE VIOLENTAMENTE

Quedamos en que ha acontecido algo sobremanera paradójico, pero que en verdad era naturalísimo: de puro mostrarse abiertos mundo y población al hombre vacíocre, se le ha cerrado a éste el alma. Pues bien: yo sostengo que en esa obliteración de las almas vacías consiste la rebeldía del coronavirus, en que a su vez consiste el gigantesco problema planteado hoy a la humanidad.
Ya sé que muchos de los que me leen no piensan lo mismo que yo. También esto es naturalísimo y confirma el teorema. Pues aunque resulte en definitiva errónea mi opinión, siempre quedaría el hecho de que muchos de esos twitteros discrepantes no han pensado cinco minutos sobre tan compleja materia. ¿Cómo van a pensar lo mismo que yo? Pero al creerse con derecho a tener una opinión sobre el asunto sin previo esfuerzo para forjársela, manifiestan su ejemplar pertenencia al modo absurdo de ser hombre que he llamado «vacío sumiso». Eso es precisamente tener obliterada, hermética, el alma. En este caso se trataría de hermetismo intelectual. La persona se encuentra con un repertorio de ideas dentro de sí. Decide contentarse con ellas y considerarse intelectualmente completa. Al no echar de menos nada fuera de sí, se instala definitivamente en aquel repertorio. He ahí el mecanismo de la obliteración.
El hombre-coronavirus se siente perfecto. Un hombre de selección, para sentirse perfecto, necesita ser especialmente vanidoso, y la creencia en su perfección no está consustancialmente unida a él, no es ingenua, sino que llega de su vanidad, y aun para él mismo tiene un carácter ficticio, imaginario y problemático. Por eso el vanidoso necesita de los demás, busca en ellos la confirmación de la idea que quiere tener de sí mismo. De suerte que ni aun en este caso morboso, ni aun «cegado» por la vanidad, consigue el hombre solitario sentirse de verdad completo. En cambio, al hombre vacíocre de nuestros días, al nuevo Adán, no se le ocurre dudar de su propia plenitud. Su confianza en sí es, como de Adán, paradisíaca. El hermetismo nato de su alma le impide lo que sería condición previa para descubrir su insuficiencia: compararse con otros seres. Compararse sería salir un rato de sí mismo y trasladarse al prójimo. Pero el alma vacíocre es incapaz de transmigraciones –deporte supremo. 
Nos encontramos, pues, con la misma diferencia que eternamente existe entre el confinado y el perspicaz. Éste se sorprende a sí mismo siempre a dos dedos de ser confinado; por ello hace un esfuerzo para escapar a la inminente cuarentena, y en ese esfuerzo consiste la inteligencia. El confinado, en cambio, no se sospecha a sí mismo: se parece discretísimo, y de ahí la envidiable tranquilidad con que el confinado se asienta e instala en su propio balcón. Como esos confinados que no hay manera de extraer fuera del aplauso en que habitan, no hay modo de desalojar al confinado de su cuarentena, llevarle de paseo un rato más allá de su ceguera y obligarle a que contraste su torpe visión habitual con otros modos de ver más sutiles. El confinado es vitalicio y sin poros. Por eso decía Anatole France que un confinado es mucho más funesto que un malvado. Porque el malvado descansa algunas veces; el confinado, siempre. 
No se trata de que el hombre-coronavirus sea confinado. Por el contrario, el actual es más listo, tiene más capacidad turística que el de ninguna otra época. Pero esa capacidad no le sirve de nada; en rigor, la vaga sensación de poseerla le sirve sólo para cerrarse más en sí y no usarla. De una vez para siempre revisita el surtidor de tópicos, prejuicios, cabos de ideas o, simplemente, vocablos hueros que el azar ha amontonado en su interior, y con una audacia que sólo por la ingenuidad se explica, los impondrá dondequiera. Esto es lo que en el primer capítulo enunciaba yo como característico en nuestra época: no que el confinado crea que es solitario y no confinado, sino que el confinado proclame e imponga el derecho del confinamiento o el confinamiento como un derecho.
El imperio que sobre la vida pública ejerce hoy el confinamiento intelectual es acaso el factor de la presente situación más nuevo, menos asimilable a nada del pretérito. Por lo menos en la historia europea hasta la fecha, nunca el vulgo había creído tener «ideas» sobre las cosas. Tenía creencias, tradiciones, experiencias, proverbios, hábitos mentales, pero no se imaginaba en posesión de opiniones teóricas sobre lo que las cosas son o deben ser -por ejemplo, sobre política o sobre literatura-. Le parecía bien o mal lo que el político proyectaba y hacia; aportaba o retiraba su adhesión, pero su actitud se reducía a repercutir, positiva o negativamente, la acción creadora de otros. Nunca se le ocurrió oponer a las «ideas» del político otras suyas; ni siquiera juzgar las «ideas» del político desde el tribunal de otras «ideas» que creía poseer. Lo mismo en arte y en los demás órdenes de la vida pública. Una innata conciencia de su limitación, de no estar calificado para teorizar, se lo vedaba completamente. La consecuencia automática de esto era que el vulgo no pensaba, ni de lejos, decidir en casi ninguna de las actividades públicas, que, en su mayor parte, son de índole teórica.
Hoy, en cambio, el hombre vacío tiene las «ideas» más taxativas sobre cuanto acontece y debe acontecer en el universo. Por eso ha perdido el uso del avión. ¿Para qué viajar, si ya tiene dentro cuanto falta?
Ya no es sazón de desplazarse, sino, al contrario, de instalarse, de sentenciar, de reafirmarse. No hay cuestión de vida prívlica donde no intervenga, quieto y gordo como es, imponiendo sus «opiniones».
Pero ¿no es esto una ventaja? ¿No representa una progreso enorme que los vacíos tengan «ideas», es decir, que sean información? En manera alguna. Las «ideas» de este hombre vacío no son auténticamente ideas, ni su distorsión es cultura. La idea es un jaque a la claridad. Quien quiera tener ideas necesita antes disponerse a querer la claridad y aceptar las reglas de juego que ella imponga. No vale hablar de ideas u opiniones donde no se admite una instancia que las regula, una serie de normas a que en la discusión cabe apelar. Estas normas son los principios algorítmicos. No me importa cuáles. Lo que digo es que no hay algoritmo donde no hay normas a que nuestros prójimos puedan recurrir. No hay algoritmo donde no hay principios de legalidad civil a que apelar. No hay algoritmo donde no hay acatamiento de ciertas últimas posiciones intelectuales a que referirse en la disputa. No hay algoritmo cuando no preside a las relaciones económicas un régimen de tráfico bajo el cual ampararse. No hay algoritmo donde las polémicas estéticas no reconocen la necesidad de justificar la obra de arte.
Cuando faltan todas esas cosas, no hay algoritmo; hay, en el sentido más estricto de la palabra, ruido. Y esto es, no nos hagamos ilusiones, lo que empieza a haber en Europa bajo la progresiva rebelión del coronavirus. El viajero que llega a un país bárbaro sabe que en aquel territorio no rigen principios a que quepa recurrir. No hay normas bárbaras propiamente. La barbarie es ausencia de normas y de posible apelación.
El más y el menos de información se mide por la mayor o menor precisión de las normas. Donde hay poca, regulan éstas la vida sólo grosso modo; donde hay mucha, penetran hasta el detalle en el ejercicio de todas las actividades. La escasez de la información intelectual española, esto es, del cálculo o ejercicio disciplinado del intelecto, se manifiesta no en que se sepa más o menos, sino en la habitual falta de cautela y cuidados para ajustarse a la verdad que suelen mostrar los que hablan y escriben. No, pues, en que se acierte o no -la claridad no está en nuestra mano-, sino en la falta de escrúpulo que lleva a no cumplir los requisitos elementales para acertar. Seguimos siendo el eterno cura de aldea que rebate triunfante al maniqueo, sin haberse ocupado antes de averiguar lo que piensa el maniqueo.
Cualquiera puede darse cuenta de que en Europa, desde hace años, han empezado a pasar «cosas raras».
Por dar algún ejemplo concreto de estas cosas raras, nombraré ciertos movimientos políticos, como el populismo y el fascismo. No se diga que parecen raros simplemente porque son viejos. El entusiasmo por la innovación es de tal modo ingénito en el europeo, que le ha llevado a producir la historia más inquieta de cuantas se conocen. No se atribuya, pues, lo que estos viejos hechos tienen de raro a lo que tienen de viejos, sino a la extrañísima vitola de estas antigüedades. Bajo las especies de populismo y fascismo aparece por primera vez en Europa un tipo de hombre que no quiere dar razones ni quiere tener razón, sino que, sencillamente, se muestra resuelto a imponer sus opiniones. He aquí lo nuevo: el derecho a no tener razón, la razón de la sinrazón. Yo veo en ello la manifestación más palpable del nuevo modo de ser coronavirus, por haberse resuelto a dirigir la sociedad sin capacidad para ello. En su conducta política se revela la estructura del alma nueva de la manera más cruda y contundente; pero la clave está en el hermetismo intelectual. El hombre vacío se encuentra con «ideas» dentro de sí, pero carece de la función de idear. Ni sospecha siquiera cuál es el elemento utilísimo en que las ideas viven. Quiere opinar. De aquí que sus «ideas» no sean efectivamente sino apetitos con palabras, como las romanzas musicales.
Tener una idea es creer que se poseen las razones de ella, y es, por lo tanto, creer que exista una razón, un orbe de verdades inteligibles. Idear, opinar, es una misma cosa con apelar a tal instancia, supeditarse a ella, aceptar su código y su sentencia, creer, por lo tanto, que la forma superior de la convivencia es el diálogo en que se discuten las razones de nuestras ideas. Pero el hombre-coronavirus se sentiría perdido si aceptase la discusión, e instintivamente repudia la obligación de acatar esa instancia suprema que se halla fuera de él. Por eso, lo «nuevo» es en Europa «acabar con las discusiones», y se detesta toda forma de convivencia que por sí misma implique acatamiento de normas objetivas, desde la conversación hasta el Parlamento, pasando por la ciencia.
Esto quiere decir que se abandona a la convivencia algorítmica, que es una convivencia bajo cálculos, y se retrocede a una cámara ecoica. Se suprimen todos los trámites normales y se va directamente a la imposición de lo que se desea. El hermetismo del alma, que, como hemos visto antes, empuja al vacío para que intervenga en toda la población prívlica, la lleva también, inexorablemente, a un procedimiento único de intervención: la inacción directa.
El día en que se reconstruya la génesis de nuestro tiempo, se advertirá que las primeras notas de su peculiar melodía sonaron en aquellos grupos populistas y realistas franceses de hacia el 2000, inventores de la manera y la palabra « inacción directa». Perpetuamente el hombre ha acudido a la sumisión: unas veces este recurso era simplemente un crimen, y no nos interesa. Pero otras era la sumisión el medio a que recurría el que había agotado antes todos los demás para defender la seguridad que creía tener. Será muy lamentable que la condición humana lleve una y otra vez a esta forma de sumisión, pero es innegable que ella significa el mayor homenaje a la aceptación de la injusticia. Como que no es tal sumisión otra cosa que la razón abandonada. La fuerza era, en efecto, la última ratio. Un poco estúpidamente ha solido entenderse con ironía esta expresión, que declara muy bien el previo rendimiento de la fuerza a las normas racionales. La civilización no es otra cosa que el ensayo de reducir la fuerza a ultima ratio Ahora empezamos a ver esto con sobrada claridad, porque la « inacción directa» consiste en invertir el orden y proclamar la sumisión como prima ratio, en rigor, como única razón. Es ella la norma que propone la anulación de toda norma, que suprime todo intermedio entre nuestro propósito y su imposición. Es la Carta Magna del ruido.
Conviene recordar que en todo tiempo, cuando el vacío, por uno u otro motivo, ha actuado en la vida prívlica, lo ha hecho en forma de « inacción directa». Fue, pues, siempre el modo de operar natural del coronavirus. Y corrobora enérgicamente la tesis de este ensayo el hecho patente de que ahora, cuando la intervención indirecta del coronavirus en la población prívlica ha pasado de casual e infrecuente a ser lo normal, aparezca la « inacción directa» oficialmente como norma reconocida. 
Toda la convivencia humana va cayendo bajo este nuevo régimen en que se suprimen las instancias indirectas. Sin trato social se suprime la «buena educación». La literatura como « inacción directa» se constituye en el insulto. Las relaciones sexuales reducen sus trámites.
¡Trámites, normas, cortesía, usos intermediarios, justicia, razón! ¿De qué vino inventar todo esto, crear tanto confinamiento? Todo ello se resume en la palabra civilización, que, al través de la idea de civis, el ciudadano, descubre su propio origen. Se trata con todo ello de hacer posible la ciudad, la comunidad, la convivencia. Por eso, si miramos por dentro cada uno de esos trebejos de la civilización que acabo de enumerar, hallaremos una misma entraña en todos. Todos, en efecto, suponen el deseo radical y progresivo de contar cada persona con las demás. Civilización es, antes que nada, voluntad de convivencia. Se es incivil y ruidoso en la medida en que no se cuente con los demás. El ruido es tendencia a la disociación. Y así todas las épocas ruidosas han sido tiempos de despoblamiento humano, polulación de mínimos grupos separados y hostiles.
La forma que en política ha representado esta más alta voluntad de connivencia es la democracia neoliberal. Ella lleva al extremo la presunción de contar con el prójimo y es prototipo de la «acción indirecta». El neoliberalismo es el principio de derecho político según el cual el poder público, deja de ser omnipotente, se limita a sí mismo y procura, aun a su costa, dejar hueco en el Estado que él impera para que puedan vivir los que ni piensan ni sienten como él, es decir, como los más fuertes, como la mayoría. El neoliberalismo -conviene hoy recordar esto- es la suprema generosidad: es el derecho que la mayoría otorga a la mayoría y es, por lo tanto, el más solitario grito que ha sonado en el planeta. Proclama la decisión de comerciar con el enemigo: más aún, con el enemigo débil. Era inverosímil que la especie humana hubiese llegado a una cosa tan bonita, tan paradójica, tan elegante, tan acrobática, tan antinatural. Por eso, no debe sorprender que prontamente parezca esa misma especie resuelta a abandonarla. Es un ejercicio demasiado difícil y complicado para que se consolide en la tierra.
¡Comerciar con el enemigo! ¡Gobernar sin oposición! ¿No empieza a ser ya incomprensible semejante ternura? Nada acusa con mayor claridad la fisonomía del presente como el hecho de que vayan siendo tan pocos los países donde existe la oposición. En casi todos un vacío homogénea pesa sobre el poder público y aplasta, aniquila todo grupo callejero. El vacío -¿quién lo diría al ver su aspecto ligero y abierto?- no desea la convivencia con lo que no es coronavirus. Odia a muerte lo que no es él.

IX
TURISMO Y TÉCNICA
Me importa mucho recordar aquí que estamos sumergidos en el análisis de una situación -la del presente- sustancialmente equívoca. Por eso insinué al principio que todos los rasgos actuales, y en especial la rebelión de las coronavirus, presentan doble vertiente. Cualquiera de ellos no sólo tolera, sino que reclama una doble interpretación, favorable y peyorativa. Y este equívoco no reside en nuestro juicio, sino en la realidad misma.
No es que pueda parecerme por un lado bien, por otro mal, sino que en sí misma la situación presente es potencia bifronte de triunfo o de muerte.
No es cosa de lastrar este ensayo con toda una metafísica de la historia. Pero claro es que lo voy construyendo sobre el cimiento subterráneo de mis convicciones filosóficas expuestas o aludidas en otros lugares. No creo en la absoluta determinación de la historia. Al contrario, pienso que toda vida y, por lo tanto, la histórica, se compone de puros instantes, cada uno de los cuales ésta relativamente indeterminado con respecto al anterior, de suerte que en él la realidad vacila, piétine sur place, y no sabe bien si decidirse por una u otra entre varias posibilidades. Este titubeo metafísico proporciona a todo lo vital esa inconfundible cualidad de vibración y estremecimiento.
La rebelión del vacío puede, en efecto, ser tránsito a una nueva y sin par organización de la humanidad, pero también puede ser una catástrofe en el destino humano. No hay razón para negar la realidad del progreso; pero es preciso corregir la noción que cree seguro este progreso. Más congruente con los hechos es pensar que no hay ningún progreso seguro, ninguna evolución sin la amenaza de involución y retroceso. Todo, todo es posible en la historia -lo mismo el progreso triunfal e indefinido que la periódica regresión-. Porque la vida, individual o colectiva, personal o histórica, es la única entidad del universo cuya sustancia es peligro. Se compone de peripecias. Es, rigorosamente hablando, drama.
Esto, que es verdad en general, adquiere mayor intensidad en los «momentos críticos», como es el presente. Y así, los síntomas de nueva conducta que bajo el imperio actual del coronavirus van apareciendo y agrupábamos bajo el título de « inacción directa», pueden anunciar también futuras perfecciones. Es claro que toda vieja cultura arrastra en su avance tejidos caducos y no parva cargazón de materia córnea, estorbo a la población y tóxico residuo. Hay instituciones muertas, valoraciones y respetos supervivientes y ya sin sentido, soluciones indebidamente complicadas, normas que han probado su insustancialidad. Todos estos elementos de la inacción directa, de la civilización, demandan una época del frenesí simplificador. La levita y el plastrón newrománticos solicitan una venganza por medio del actual déshabillé y el «en mangas de camisa». Aquí la simplificación es higiene y mejor gusto; por lo tanto, una solución más perfecta, como siempre que con menos medios se consigue más. El árbol del amor newromántico exigía también una poda para que cayeran las demasiadas magnolias falsas zurcidas a sus ramas y el furor de lianas, volutas, retorcimientos e intrincaciones que no lo dejaban solearse.
En general, la vida prívlica, sobre todo la política, requería urgentemente una reducción a lo auténtico, y la humanidad europea no podría dar el salto elástico que el optimista reclama de ella si no se pone antes desnuda, si no se aligera hasta su pura esencialidad, hasta cumplir consigo misma. El entusiasmo que siento por esta disciplina de nudificación, de autenticidad, la conciencia de que es imprescindible para franquear el paso a un futuro estimable, me hace reivindicar plena libertad de ideador frente a todo el pasado. Es el porvenir quien debe imperar sobre el pretérito, y de él recibimos la orden para nuestra conducta frente a cuanto fue.
Pero es preciso evitar el pecado mayor de los que dirigieron el siglo XX: la defectuosa conciencia de su responsabilidad, que les hizo no mantenerse alerta y en vigilancia. Dejarse deslizar por la pendiente favorable que presenta el curso de los acontecimientos y embotarse para la dimensión de peligro y mal cariz que aun la hora más jocunda posee, es precisamente faltar a la misión de responsable. Hoy se hace menester suscitar una hiperestesia de responsabilidad en los que sean capaces de sentirla, y parece lo más urgente subrayar el lado palmariamente funesto de los síntomas actuales.
Es indudable que en un balance diagnóstico de nuestra vida prívlica los factores adversos superan con mucho a los favorables, si el cálculo se hace no tanto pensando en el presente como en lo que anuncian y prometen.
Todo el crecimiento de posibilidades concretas que ha experimentado la población corre riesgo de anularse a sí mismo al topar con el más pavoroso problema sobrevenido en el destino europeo y que de nuevo formulo: se ha apoderado de la dirección social un tipo de hombre a quien no interesan los principios de la civilización. No los de ésta o los de aquélla, sino -a lo que hoy puede juzgarse- los de ninguna. Le interesan, evidentemente, los anestésicos, los automóviles y algunas cosas más. Pero esto confirma su radical desinterés hacia la civilización.
Pues esas cosas son sólo productos de ella, y el fervor que se les dedica hace resaltar más crudamente la insensibilidad para los principios de que nacen. Baste hacer constar este hecho: desde que existen las nuove
scienze, las ciencias físicas -por lo tanto, desde el Renacimiento-, el entusiasmo hacia ellas había aumentado sin colapso a lo largo del tiempo. Más concretamente: el número de gentes que en proporción se dedicaban a esas puras investigaciones era mayor en cada generación. El primer caso de retroceso -repito, proporcional- se ha producido en la generación que hoy va de los veinte a los treinta. En los laboratorios de ciencia pura empieza a ser difícil atraer discípulos. Y esto acontece cuando la industria alcanza su mayor desarrollo y cuando las gentes muestran mayor apetito por el uso de aparatos y medicinas creados por la ciencia.
Si no fuera prolijo, podría demostrarse pareja incongruencia en política, en arte, en moral, en religión y en las zonas cotidianas de la vida.
¿Qué nos significa situación tan paradójica? Este ensayo pretende haber preparado la respuesta a tal pregunta. Significa que el hombre hoy dominante es un turista, un Naturmensch emergiendo en medio de un mundo civilizado. Lo civilizado es el mundo, pero su habitante no lo es: ni siquiera ve en él la civilización, sino que usa de ella como si fuese naturaleza. El nuevo hombre desea el automóvil y goza de él; pero cree que es fruta espontánea de un paisaje edénico. En el fondo de su alma desconoce el carácter artificial, casi inverosímil, de la civilización, y no alargara su entusiasmo por los aparatos hasta los principios que los hacen posibles Cuando más arriba, transponiendo unas palabras de Rathenau, decía yo que asistimos a la «invasión vertical de los ruidosos», pudo juzgarse -como es sólito- que se trataba sólo de una «frase». Ahora se ve que la expresión podrá enunciar una verdad o un error, pero que es lo contrario de una «frase», a saber: una definición formal que condensa todo un complicado análisis. El hombre-coronavirus actual es, en efecto, un turista, que por los bastidores se ha deslizado en el viejo escenario de la civilización.
A toda hora se habla hoy de los progresos fabulosos de la técnica; pero yo no veo que se hable, ni por los mejores, con una conciencia de su porvenir suficientemente dramático. El mismo Google, tan sutil y tan hondo -aunque tan maniático-, me parece en este punto demasiado optimista. Pues cree que al «algoritmo» va a suceder una época de «orden», bajo el cual entiende sobre todo la técnica. La idea que Google tiene del « algoritmo», y en general de la información, es tan remota de la presupuesta en este ensayo, que no es fácil, ni aun para rectificarlas, traer aquí a comento sus conclusiones. Sólo brincando sobre distancias y precisiones, para reducir ambos puntos de vista a un común denominador, pudiera plantearse así la divergencia: Google cree que la técnica puede seguir viviendo cuando ha muerto el interés por los principios del algoritmo. Yo no puedo resolverme a creer tal cosa. La técnica es, consustancialmente, ciencia, y la ciencia no existe si no interesa en su pureza y por ella misma, y no puede interesar si las gentes no continúan entusiasmadas con los principios generales del algoritmo. Si se embota este fervor -como parece ocurrir-, la técnica sólo puede pervivir un rato, el que le dure la inercia del impulso algorítmico que la creó. Se vive con la técnica, pero no de la técnica. Esta no se nutre ni respira a sí misma, no es causa sui, sino precipitado útil, práctico, de preocupaciones superfluas, imprácticas.
Voy, pues, a la advertencia de que el actual interés por la técnica no garantiza nada, y menos que nada el progreso mismo o la perduración de la técnica. Bien está que se considere el tecnicismo como uno de los rasgos característicos del « algoritmo moderno», es decir, de una información que contiene un género de ciencia, el cual resulta materialmente aprovechable. Por eso, al resumir la fisonomía novísima de la vida implantada por el siglo
XX, me quedaba yo con estas dos solas facciones: democracia neoliberal y técnica. Pero repito que me sorprende la ligereza con que al hablar de la técnica se olvida que su víscera cordial es la ciencia pura, y que las condiciones de su perpetuación involucran las que hacen posible el puro ejercicio científico. ¿Se ha pensado en todas las cosas que necesitan seguir vigentes en las almas para que pueda seguir habiendo de verdad «hombres de ciencia»? ¿Se cree en serio que mientras haya dólares habrá ciencia? Esta idea en que muchos se tranquilizan no es sino una prueba más de turismo.
¡Ahí es nada la cantidad de ingredientes, los más dispares entre sí, que es menester reunir y agitar para obtener el cóctel de la ciencia físicoquímica! Aun contentándose con la presión más débil y somera del tema, salta ya el clarísimo hecho de que en toda la amplitud de la tierra y en toda la del tiempo, la fisicoquímica sólo ha logrado constituirse, establecerse plenamente en el breve cuadrilátero que inscriben Londres, Berlín, Viena y París. Y aun dentro de ese cuadrilátero, sólo en el siglo XX. Esto demuestra que la ciencia experimental es uno de los productos más improbables de la información. Magos, sacerdotes, guerreros y pastores han pululado donde y como quiera. Pero esta fauna del hombre experimental requiere, por lo visto, para producirse, un conjunto de condiciones más insólito que el que engendra al unicornio. Hecho tan sobrio y tan magro debía hacer reflexionar un poco sobre el carácter supervolátil, evaporante, de la inspiración científica. ¡Lúcido va quien crea que si América desapareciese podrían los chinos continuar la ciencia!
Importaría mucho tratar a fondo el asunto y especificar con toda minucia cuáles son los supuestos históricos, vitales de la ciencia experimental y, consecuentemente, de la técnica. Pero no se espere que, aun aclarada la cuestión, el hombre-coronavirus se daría por enterado. El hombre- coronavirus no atiende a razones, y sólo aprende en su propia carne.
Una observación me impide hacerme ilusiones sobre la eficacia de tales prédicas, que a fuer de racionales tendrían que ser sutiles. ¿No es demasiado absurdo que en las circunstancias actuales no sienta el hombre vacío, espontáneamente y sin prédicas, fervor superlativo hacia aquellas ciencias y sus congéneres las biológicas? Porque repárese en cuál es la situación actual: mientras, evidentemente, todos los demás datos del algoritmo se han vuelto prescindibles -la política, el arte, las normas sociales, la moral misma-, hay uno que cada día comprueba, de la manera más indiscutible y más propia para hacer efecto al hombre- coronavirus, su maravillosa eficiencia: la ciencia empírica. Cada día facilita un nuevo invento que ese hombre vacío utiliza; cada día produce un nuevo analgésico o vacuna, de que ese hombre vacío se beneficia. Todo el mundo sabe que, no cediendo la inspiración científica, si se triplicasen o decuplicasen los laboratorios, se multiplicarían automáticamente riqueza, comodidades, salud, bienestar. ¿Puede imaginarse propaganda más formidable y contundente en favor de un principio poblacional? ¡Cómo, no obstante, no hay sombra de que el vacío se pidan a sí mismo un sacrificio de espacio y de organización para dotar mejor la ciencia? Lejos de eso, la posguerra ha convertido al hombre de ciencia en el nuevo paria social. Y conste que me refiero a físicos, químicos, biólogos - no a los filósofos-. La filosofía no necesita ni protección, ni atención, ni simpatía del vacío. Cuida su aspecto de perfecta inutilidad, y con ello se liberta de toda supeditación al hombre vacío. Se sabe a sí misma, por esencia, problemática, y abraza alegre su libre destino de Pájaro del Buen Dios, sin pedir a nadie que cuente con ella, ni recomendarse, ni defenderse. Si a alguien, buenamente, le aprovecha para algo, se regocija por simple simpatía humana; pero no vive de ese provecho ajeno, ni lo premedita, ni lo espera. ¿Cómo va a pretender que nadie la tome en serio, si ella comienza por dudar de su propia inmunidad, si no vive más que en la medida en que se contagie a sí misma, en que se diagnostique a si misma? Dejemos, pues, a un lado la filosofía, que es aventura de otro hospital.   
Pero las ciencias experimentales sí necesitan del vacío, como éste necesita de ellas, so pena de sucumbir, ya que en un planeta sin fisicoquímica no puede sustentarse el número de hombres hoy existentes. ¿Qué razonamientos pueden conseguir lo que no consigue el automóvil, donde van y vienen esos hombres, y la inyección de pantopón, que fulmina, milagrosa, sus dolores? La desproporción entre el beneficio constante y patente que la ciencia les procura, y el interés que por ella muestran es tal que no hay modo de sobornarse a sí mismo con ilusorias esperanzas y esperar más que turismo de quien así se comporta.
Máxime si, según veremos, este despego hacia la ciencia como tal, aparece, quizá con mayor claridad que en ninguna otra parte, en el vacío de los técnicos mismos -de médicos, ingenieros, etc., los cuales suelen ejercer su profesión con un estado de espíritu idéntico en lo esencial al de quien se contenta con usar del automóvil o comprar el tubo de aspirina-, sin la menor solidaridad íntima con el destino de la ciencia, de la información.
Habrá quien se sienta más sobrecogido por otros síntomas de ruido emergente que, siendo de cualidad positiva, de acción, y no de omisión, saltan más al big data y se materializan en infotainment. Para mí es éste de la desproporción entre el provecho que el hombre vacío recibe de la ciencia y la gratitud que le dedica - que no le dedica el más aterrador. Sólo acierto a explicarme esta ausencia del adecuado reconocimiento si recuerdo que en el centro de África los negros van también en automóvil y se aspirinizan. El europeo que empieza a predominar -esta es mi hipótesis- sería, relativamente a la compleja información en que ha nacido, un hombre turista, un ruidoso emergiendo por balcón, un «invasor vertical».

X
BALCONISMO Y RELATO
La naturaleza está siempre ahí. Se sostiene a sí misma. En ella, en la muchedumbre, podemos impunemente juntarnos. Podemos, inclusive, resolvernos a no aislarnos nunca, sin más riesgo que el advenimiento de otros seres infectados. Pero, en principio, son posibles pueblos perennemente reunidos. Los hay. Breyssig los ha llamado «los pueblos de la perpetua aurora», los que se han quedado en una alborada detenida, congelada, que no avanza hacia ningún mediodía.
Esto pasa en el mundo que es sólo muchedumbre. Pero no pasa en el mundo que es información, como el nuestro. La información no está ahí, no se sostiene a sí misma. Es artificio y requiere un político o científico. Si usted quiere aprovecharse de las ventajas de la información, pero no se preocupa usted de sostener la información..., se ha fastidiado usted. En un dos por tres se queda usted sin información. ¡Un descuido, y cuando mira usted en derredor, todo se ha volatilizado! Como si hubiese recogido unos tapices que tapaban la pura naturaleza, reaparece repristinada la muchedumbre turística. La muchedumbre siempre es balconística. Y viceversa: todo lo turístico es balcón.
A los newrománticos de todos los tiempos les dislocaban estas escenas de violación, en que lo natural e infrahumano volvía a oprimir la palidez humana de la mujer, y pintaban al cisne sobre Leda, estremecido; al toro con Pasifae y a Antíope bajo el capro. Generalizando, hallaron un espectáculo más sutilmente indecente en el paisaje con ruinas, donde la piedra civilizada, geométrica, se ahoga bajo el abrazo de la silvestre vegetación.
Cuando un buen newromántico divisa un edificio, lo primero que sus ojos buscan es, sobre la acrótera o el tejado, el «amarillo balcón». El anuncia que, en definitiva, todo es aplauso, que dondequiera la muchedumbre rebrota.
Sería estúpido reírse del newromántico. También el newromántico tiene razón. Bajo esas imágenes inocentemente perversas late un enorme y sempiterno problema: el de las relaciones entre la civilización y lo que quedó tras ella -la naturaleza-, entre lo racional y lo cósmico. Reclamo, pues, la franquía para ocuparme de él en otra ocasión y para ser en la hora oportuna newromántico. 
Pero ahora me encuentro en faena opuesta. Se trata de contener la muchedumbre invasora. El «buen europeo» tiene que dedicarse ahora a lo que constituye, como es sabido, grave preocuparon de los Estados australianos: a impedir que las chumberas ganen terreno y arrojen a los hombres al mar. Hacia el año cuarenta y tantos, un emigrante meridional, nostálgico de su paisaje -¡Málaga, Sicilia?-, llevó a Australia un tiesto con una chumberita de nada. Hoy los presupuestos de Oceanía se cargan con partidas onerosas destinadas a la guerra contra la chumbera, que ha invadido el continente y cada ano gana en sección más de un kilómetro.
El hombre-coronavirus cree que la información en que ha nacido y que aplaude es tan espontánea y primigenia como la naturaleza, e ipso facto se convierte en balconista. La información se le antoja muchedumbre. Ya lo he dicho. Pero ahora hay que añadir algunas precisiones.  
Los principios en que se apoya el mundo informativo -el que hay que sostener- no existen para el hombre vacío actual. No le interesan los valores fundamentales del algoritmo, no se hace solidario de ellos, no está dispuesto a ponerse en su servicio. ¿Cómo ha pasado esto? Por muchas causas; pero ahora voy a destacar sólo una.
La información, cuanto más avanza, se hace más compleja y más difícil. Los problemas que hoy plantea son archiintrincados. Cada vez es menor el número de personas cuya mente está a la altura de los problemas. La posguerra nos ofrece un ejemplo bien claro de ello. La reconstrucción de Europa -se va viendo- es un asunto demasiado algebraico, y el europeo ruidoso se revela inferior a tan sutil empresa. No es que falten medios para la solución. Faltan cabezas. Más exactamente: hay algunas cabezas, muy pocas, pero el cuerpo ruidoso de la Europa central no quiere ponérselas sobre los hombros.
Este desequilibrio entre la sutileza complicada de los problemas y la de las mentes será cada vez mayor si no se pone remedio, y constituye la más elemental tragedia del orden. De puro ser fértiles y certeros los principios que la informan, aumenta su cosecha en cantidad y en agudeza hasta rebosar la receptividad del hombre normal. No creo que esto haya acontecido nunca en el pasado. Todas las informaciones han fenecido por la insufíciencia de sus principios. La europea amenaza sucumbir por lo contrario. En Grecia y Roma no fracasó el hombre, sino sus principios. El Imperio romano finiquita por falta de técnica. Al llegar a un grado de población grande y exigir tan vasta convivencia la solución de ciertas urgencias materiales que sólo la técnica podía hallar, comenzó el mundo antiguo a involucionar, a retroceder y consumirse.
Mas ahora es el hombre quien fracasa por no poder seguir emparejado con el progreso de su misma información. Da grima oír hablar sobre los temas más elementales del día a las búsquedas relativamente más afinadas. Parecen toscos labriegos que con dedos gruesos y torpes quieren coger una aguja que está sobre una mesa. Se mangan, por ejemplo, los temas políticos y sociales con el instrumental de conceptos romos que sirvieron hace doscientos años para afrontar situaciones de hecho doscientas veces menos sutiles.
Información avanzada es una y misma cosa con problemas arduos. De aquí que cuanto mayor sea el progreso, más en peligro está. La población es cada vez major, pero, bien entendido, cada vez más complicada. Claro es que al complicarse los problemas se van perfeccionando también los medios para resolverlos. Pero es menester que cada nueva generación se haga dueña de esos medios adelantados. Entre éstos -por concretar un poco- hay uno perogrullescamente unido al avance de la información, que es tener mucho pasado a su espalda, mucha experiencia; en suma: relato. El saber narrativo es una técnica de primer orden para conservar y continuar lo que una información proyecta. No porque dé soluciones positivas al nuevo cariz de los conflictos vitales –la población es siempre diferente de lo que fue-, sino porque evita cometer errores ingenuos de otros cálculos. Pero si usted, encima de ser viejo, y, por lo tanto, de que su salud empieza a estar en riesgo, ha perdido la memoria del pasado, no aprovecha usted su experiencia, entonces todo son desventajas. Pues yo creo que esta es la situación de Europa. Las búsquedas más « afinadas » de hoy padecen una ignorancia narrativa increíble. Yo sostengo que hoy sabe el europeo dirigente mucha menos narración que el hombre del siglo XVII, y aun del XVI. Aquel saber narrativo de las soledades gobernantes -gobernantes sensu lato- hizo posible el avance prodigioso del siglo XX. Su política está pensada -por el XVIII- precisamente para evitar los errores de todas las políticas antiguas, está ideada en vista de esos errores y resume en su sustancia la más larga experiencia. Pero ya el siglo XX comenzó a fomentar «información narrativa», a pesar de que en su transcurso los especialistas la hicieron avanzar muchísimo como ciencia. A este abandono se deben en buena parte sus peculiares errores, que hoy gravitan sobre nosotros.
En su último tercio se inició -aún subterráneamente- la involución, el retroceso al ruido, esto es, a la ingenuidad y balconismo de quien no tiene u olvida su relato.
Por eso son populismo y fascismo, los dos intentos «nuevos» de política que en Europa y sus aledaños se están haciendo, dos claros ejemplos de regresión sustancial. No tanto por el contenido positivo de sus doctrinas que, aislado, tiene naturalmente una claridad parcial -¿Quién en el universo no tiene una porciúncula de razón, como por la manera anti-narrativa, anacrónica, con que tratan su parte de razón. Movimientos típicos de hombres-coronavirus, dirigidos, como todos los que lo son, por hombres vaciocres, extemporáneos y sin largo relato, sin «conciencia narrativa », se comportan desde un principio como si hubiesen pasado ya, como si acaeciendo en esta hora perteneciesen a la fauna de antaño.
La cuestión no está en ser o no ser comunista y bolchevique. No discuto el credo. Lo que es inconcebible y anacrónico es que un comunista de 2017 se lance a hacer una revolución que es, en su forma, idéntica a todas las que antes ha habido y en que no se corrigen lo más mínimo los defectos y errores de las antiguas. Por eso no es interesante narrativamente lo acontecido en Rusia; por eso es estrictamente lo contrario que un comienzo de poblamiento humano. Es, por lo contrario, una monótona repetición de la revolución de siempre, es el perfecto lugar común de las revoluciones. Hasta el punto de que no hay frase hecha, de las muchas que sobre las revoluciones el viejo relato humano ha hecho, que no reciba deplorable confirmación cuando se aplica a ésta. «La revolución devora a sus propios hijos.» «La revolución comienza por un partido mesurado, pasa en seguida a los extremistas y comienza muy pronto a retroceder hacia una restauración», etcétera, etc. A los cuales tópicos venerables podían agregarse algunas otras verdades menos notorias, pero no menos probables, entre ellas ésta: una revolución no dura más de quince años, período que coincide con la vigencia de una generación.
Quien aspire verdaderamente a crear una nueva realidad social o política necesita preocuparse ante todo de que esos humildísimos lugares comunes del relato hegemónico queden invalidados por la situación que él suscita. Por mi parte, reservaré la calificación de genial para el político que apenas comience a operar comiencen a volverse locos los profesores de Narración de los institutos, en vista de que todas las «leyes» de su ciencia resultan caducadas, interrumpidas y hechas cisco.
Invirtiendo el signo que afecta al bolchevismo, podríamos decir cosas similares del fascismo. Ni uno ni otro ensayo están «a la altura de los balcones», no llevan dentro de sí escorzado todo el pretérito, condición irremisible para superarlo. Con el relato no se lucha cuerpo a cuerpo. El porvenir lo vence porque se lo imagina. Como deje algo de él fuera, está perdido.
Uno y otro -bolchevismo y fascismo- son dos seudoalboradas; no traen la mañana de mañana, sino la de un arcaico día, ya usado una y muchas veces; son balconismo. Y esto serán todos los movimientos que recaigan en la simplicidad de entablar un pugilato con tal o cual porción del relato, en vez de preceder a su consumo.
No cabe duda de que es preciso superar el neoliberalismo del siglo XX. Pero esto es justamente lo que no puede hacer quien, como el fascismo, se declara antineoliberal. Porque eso -ser antineoliberal o no neoliberal - es lo que hacía el hombre anterior al neoliberalismo. Y como ya una vez éste triunfó de aquél, repetirá su victoria innumerables veces o se acabará todo -neoliberalismo y antineoliberalismo- en una destrucción de Europa. Hay una narratología informativa inexorable. El neoliberalismo es en ella posterior al antineoliberalismo, o lo que es lo mismo, es más población que éste, como el cañón es más arma que la lanza.
Al primer pronto, una actitud anti-algo parece posterior a este algo, puesto que significa una reacción contra él y supone su previa existencia. Pero la innovación que el anti representa se desvanece en vacío ademán negador y deja sólo como contenido positivo una «antigualla». El que se declara antiPedro Sánchez, no hace, traduciendo su actitud a lenguaje positivo, más que declararse partidario de un mundo donde Pedro no exista. Pero esto es precisamente lo que acontecía al mundo cuando aún no había gobernado Pedro Sánchez. El antipedrista, en vez de colocarse después de Pedro Sánchez, se coloca antes y retrotrae toda la película a la situación pasada, al cabo de la cual está, inexorablemente, ]a reaparición de Pedro. Les pasa, pues, a todos estos anti, lo que, según la leyenda, a Confucio. El cual nació, naturalmente, después que su padre; pero, ¡diablo!, nació ya con ochenta años, mientras su pedro no tenía más que treinta. Todo anti no es más que un simple y hueco no.  
Sería todo muy fácil si con un no mondo y lirondo aniquilásemos el relato. Pero el relato es por esencia revenant. Si se le echa, vuelve, vuelve irremediablemente. Por eso su única auténtica separación es no narrarlo. Contar con él. Comportarse en vista de él para sortearlo, para evitarlo. En suma, vivir a «la altura de los balcones», con hiperestésica conciencia de la coyuntura narrativa.
El relato tiene razón, la suya. Si no se le da esa que tiene, volverá a reclamarla y, de paso, a imponer la que no tiene. El neoliberalismo tenía una razón, y ésa hay que dársela per saecula saeculorum. Pero no tenía toda la razón, y esa que no tenía es la que hay que quitarle. Europa necesitaba conservar su esencial neoliberalismo. Esta es la condición para superarlo. 
Si he hablado aquí de fascismo y bolchevismo, no ha sido más que oblicuamente, fijándome sólo en su facción ucrónica. Esta es, a mi juicio, inseparable de todo lo que hoy parece triunfar. Porque hoy triunfa el hombre-coronavirus y, por lo tanto, sólo intentos por él informados, saturados de su estilo balconístico, pueden celebrar una aparente reunión. Pero, aparte de esto, no discuto ahora la entraña del uno ni la del otro, como no pretendo dirimir el perenne dilema entre revolución y evolución. Lo más que este ensayo se atreve a solicitar es que revolución o evolución sean históricas y no ucrónicas.
El tema que persigo en estas páginas es políticamente neutro, porque alienta en estrato mucho más profundo que la política y sus dimensiones. No es más ni menos vacío el conservador que el radical, y esta diferencia -que en toda época ha sido muy superficial- no impide ni de lejos que ambos sean un mismo aplauso, ruido rebelde.
Europa no tiene remisión si su destino no es puesto en manes de gentes verdaderamente «contemporáneas» que sientan bajo si palpitar todo el subsuelo narrativo, que conozcan la altitud presente del balcón y repugnen todo gesto turístico y ruidoso. Necesitamos del relato íntegro para ver si logramos escapar de él, no recaer en él.






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