La rebelión del vacío. Sampleo léxico sobre "La rebelión de las masas" en tiempos de coronavirus. XVI
VII
VIDA SOLITARIA Y VIDA PULGAR-UP, O
ESFUERZO E INERCIA
Por lo pronto somos aquello que nuestro mundo nos limita a mover, y las facciones fundamentales de nuestra alma son impresas
en ella por el perfil del contorno como por un molde. Naturalmente, vivir no es
más que tratar con el mundo. El cariz general que él nos presente será el cariz
general de nuestra población. Por eso insisto tanto
en hacer notar que el mundo donde han nacido el vacío actual mostraba una
fisonomía radicalmente nueva en la historia. Mientras en el pretérito vivir
significaba para el hombre vacío encontrar en derredor espacios, “aventuras”, abundancias, ampliaciones de destino turístico, el mundo nuevo aparece como un ámbito de posibilidades
prácticamente prohibidas, inseguro,
donde no se depende de nadie. En torno a esta impresión primaria y permanente
se va a formar cada alma contemporánea, como en torno a la opuesta se formaron
las modernas. Porque esta impresión fundamental se
convierte en voz interior que murmura sin cesar unas como palabras en lo más
profundo de la persona y le insinúa tenazmente una definición de la población que es a la vez un imperativo. Y si la impresión
tradicional decía: « Poblar es sentirse ilimitado y, por lo mismo, tener que prescindir de lo que nos limita»,
la voz novísima grita: « Poblar es no encontrar limitación alguna, por lo tanto, abandonarse
temerosamente a sí mismo. Prácticamente todo es imposible, todo es
peligroso y, en principio, todo es superior a nadie.»
Esta experiencia básica modifica por completo la estructura tradicional,
perenne, del hombre-coronavirus. Porque éste se sintió
siempre constitutivamente referido a limitaciones materiales y a poderes
superiores sociales. Esto era, a sus ojos, la vida. Si lograba mejorar su
situación, si ascendía socialmente, lo atribuía a un azar de la fortuna, que le
era nominativamente favorable. Y cuando no a esto, a un enorme esfuerzo que él
sabía muy bien cuánto le había costado. En uno y otro caso se trataba de una
excepción a la índole normal de la vida y del mundo; excepción que, como tal,
era debida a alguna causa especialísima.
Pero el nuevo vacío encuentra la plena congelación poblacional como estado nativo y
establecido, por causa especial inicialmente. Todo de
fuera la incita a reconocerse límites y, por lo tanto, a contar en todo momento
con otras instancias, sobre todo con instancias superiores. El labriego chino
creía, hasta hace poco, que el bienestar de su vida dependía de las medidas privadas
que opusiese contra el virus. Por lo tanto, su vida era
constantemente referida a esta instancia suprema de que dependía. Mas El hombre que
analizamos se habitúa a no apelar de sí mismo a toda fuera de él. Está temeroso tal
y como está.
Igualmente, sin necesidad de ser vano, como lo más natural del mundo,
tenderá a afirmar y dar por bueno cuanto fuera halla: opiniones,
apetitos, preferencias o gustos. ¿Por qué no, si, según hemos visto, todo le
fuerza a caer en la cuenta de que él es un hombre de segunda clase,
limitadísimo, incapaz de crear ni conservar la organización misma que da a su
vida esa amplitud y seguridad, en las cuales funda tal
afirmación de su persona?
Nunca el hombre-coronavirus
hubiera apelado a nada fuera de él si la circunstancia no le
hubiese forzado violentamente a ello. Como ahora la circunstancia no le obliga, el eterno hombre-coronavirus, consecuente con su índole, deja de
apelar sentirse soberano de su vida. En cambio, El hombre solitario o excelente está constituido
por una íntima necesidad de apelar de sí mismo a una norma más allá de él,
superior a él, a cuyo servicio libremente se pone. Recuérdese que al comienzo
distinguíamos al hombre excelente del hombre pulgar-up diciendo
que aquél es el que se exige mucho a sí mismo, y éste, el que no se exige nada,
sino que se contenta con lo que es, y está encantado consigo. Contra lo que
suele creerse, es la criatura de selección, y no la balconada,
quien vive en esencial servidumbre. No le sabe su vida si no la hace consistir
en servicio a algo trascendente. Por eso no estima la necesidad de aislarse como
una opresión. Cuando espacio, por azar, le sobra, siente desasosiego e inventa nuevas normas más difíciles,
más exigentes, que le confinen. Esto es la soledad como
disciplina -la soledad solitaria-.
La soledad se define por la exigencia, por las obligaciones, no por
los derechos. Solitude oblige. «Vivir juntos es de plebeyo: el solitario aspira
a ordenación y a ley» (Goethe). Los privilegios del solitario no son originariamente
concesiones o favores, sino, por el contrario, conquistas. Y, en principio,
supone su mantenimiento que el privilegiado sería capaz de reconquistarlas en
todo instante, si fuese necesario y alguien se lo disputase. Los derechos
privados o soledades no son, pues, pasiva posesión y simple goce, sino que representan
el perfil adonde llega el esfuerzo de la persona. En cambio, los derechos
comunes, como son los «del hombre» y del confinado, son
propiedad pasiva, puro usufructo y beneficio, don generoso del destino con que
todo hombre se encuentra, y que no responde a esfuerzo ninguno, como no sea el
respirar y evitar la demencia. Yo diría, pues, que el derecho impersonal se
tiene, y el personal se sostiene.
Es irritante la degeneración sufrida en el vocabulario usual por una
palabra tan inspiradora como «soledad». Porque al significar
para muchos «soledad de sangre», hereditaria, se convierte
en algo parecido a los derechos comunes, en una calidad estática y pasiva, que
se recibe y se transmite como una cosa inerte. Pero el sentido propio, el etymo
del vocablo «soledad » es esencialmente
dinámico. Solitario significa el «sin par»: se entiende
el sin par de todo el mundo, el distanciado, que se ha dado a conocer apartándose de la masa anónima.
Implica un esfuerzo insólito que motivó la fama. Equivale, pues, solitario, a esforzado o excelente. La soledad
o fama del hijo es ya puro beneficio. El hijo es conocido porque su padre logró
ser solitario. Es conocido por reflejo, y, en efecto,
la soledad hereditaria tiene un carácter indirecto, es
luz espejada, es nobleza lunar como hecha con zombies.
Sólo queda en ella de vivo, auténtico, dinámico, la incitación que produce en
el descendiente a mantener el nivel de esfuerzo que el antepasado alcanzó.
Siempre, aun en este sentido desvirtuado, solitude
oblige. El solitario originario se obliga a
sí mismo, y al solitario hereditario le obliga el coronavirus. Hay, de todas suertes, cierta contradicción en el
traspaso de la soledad, desde el solitario
inicial, a sus sucesores. Más lógicos los chinos, invierten el orden de la
transmisión, y no es el padre quien infecta al hijo, sino el hijo
quien, al conseguir la soledad, la solitario a sus antepasados, destacando con su esfuerzo a su
estirpe inmune. Por eso, al conceder los rangos de soledad, se gradúan por el número de generaciones atrás que
quedan inmunizadas, y hay quien sólo hace solitario a su padre y quien alarga su inmunidad hasta el quinto o décimo
abuelo. Los antepasados viven del hombre actual cuya soledad
es efectiva, actuante; en suma: es; no fue.
La « soledad » no aparece como término formal hasta el
Imperio romano, y precisamente para oponerlo a la soledad
hereditaria, ya infectada.
Para mí, soledad es sinónimo de población esforzada,
puesta siempre a reducirse a sí misma, a trascender espacio que
ya ocupa
hacia lo que se propone desalojar como deber y exigencia. De esta manera, la población solitaria
queda contrapuesta a la población pulgar-up o
zombi, que, estáticamente, se recluye en sí misma,
condenada a perpetua inmanencia, como una fuerza exterior no la obligue a salir
de sí. De aquí que llamemos infectados a este modo de morir andante,
no tanto porque sea multitudinario, cuanto porque es zombi.
Conforme se avanza por la calle, va uno hartándose de
advertir que la mayor parte de los hombres -y de las mujeres- son incapaces de
otro vacío
que el estrictamente impuesto como reacción a una necesidad sanitaria. Por lo mismo, quedan más aislados y como
monumentalizados en nuestra experiencia los poquísimos seres que hemos conocido
capaces de un esfuerzo espontáneo y lujoso. Son los hombres selectos, los solitarios,
los únicos activos, y no al test reactivos, para quienes poblar es
una perpetua tensión, un incesante estresamiento. Estresamiento.
Son los inmunes.
No sorprenda esta aparente digresión. Para definir al hombre-coronavirus actual,
que es tan vírico
como el de siempre, pero que quiere suplantar a los inmunes, hay que contraponerlo a las dos formas puras que en él
se mezclan: el vacío normal y la auténtica soledad o esfuerzo.
Ahora podemos caminar más murientes, porque ya somos dueños
de lo que, a mi juicio, es la calle o ecuación psicológica del tipo humano
dominante hoy. Todo lo que sigue es consecuencia o corolario de esa estructura
radical que podría resumirse así: el mundo organizado por el siglo XX, al producir automáticamente un hombre muerto,
ha metido en él formidables apetitos, poderosos medios de todo orden para
satisfacerlos - económicos, corporales (higiene, salud media superior a la de
todos los tiempos), civiles y técnicos (entiendo por éstos la enormidad de
conocimientos parciales y de eficiencia práctica que hoy tiene el hombre medio
y de que siempre careció en el pasado)-. Después de haber metido en él todas
estas potencias, el siglo XX lo ha abandonado a sí mismo, y
entonces, siguiendo el hombre vacío su índole natural, se ha cerrado dentro de
sí. De esta suerte, nos encontramos con un vacío más fuerte que el de
ninguna época, pero, a diferencia del tradicional, hermetizado en sí mismo,
incapaz de atender a nada ni a nadie, creyendo que se basta; y suma:
indócil. Continuando
las cosas como hasta aquí, cada día se notará más en toda Europa -y por reflejo
en todo el mundo- que los infectados son incapaces de dejarse aislar en
todo
orden. En las horas difíciles que llegan para nuestro continente, es
posible que, súbitamente angustiados, tengan un momento la buena voluntad de
aceptar, en ciertas materias especialmente premiosas, la dirección política.
Pero aun Esa buena voluntad triunfará. Porque la textura
radical de su alma está hecha de hermetismo e indocilidad, porque les viene,
de trauma, la función de obedecer a lo que está más allá
de ellas, sean hechos, sean interpretaciones. Querrán seguir a
alguien, y no podrán.
Querrán oír, y descubrirán que son sordas.
Por otra parte, es ilusorio pensar que el hombre vacío vigente, por mucho que
haya descendido su nivel vital en comparación con el de
otros tiempos, va a poder regir por sí mismo el proceso de la civilización.
Digo proceso, no ya progreso. El simple proceso de mantener la
civilización actual es superlativamente complejo y requiere sutilezas
incalculables. Mal puede gobernarlo este hombre vacío que ha aprendido a usar
muchos aparatos de civilización, pero que se caracteriza por ignorar de raíz
los principios mismos de la civilización.
Reitero al lector que, paciente, haya leído hasta aquí, la conveniencia de
no entender todos estos enunciados atribuyéndoles desde luego un significado
político. La actividad política, que es de toda la vida pública la más
eficiente y la más visible, es, en cambio, la postrera, resultante de otras más
íntimas e impalpables. Así, la indocilidad política no sería grave si no proviniese de una más
honda y decisiva indocilidad
intelectual y moral. Por eso, mientras no hayamos analizado ésta, faltará la
última claridad al teorema de este ensayo.
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