La rebelión del vacío. Sampleo léxico sobre "La rebelión de las masas" en tiempos de coronavirus. X
Dos siglos más tarde no había en todo el Imperio bastantes itálicos
medianamente valerosos con quienes cubrir las plazas de centuriones, y hubo que
alquilar para este oficio a dálmatas y, luego, a bárbaros del Danubio y el Rin.
Mientras tanto, las mujeres se hicieron estériles e Italia se despobló.
Veamos ahora otra clase de épocas que gozan de una impresión vital, al
parecer la más opuesta a ésa.
Se trata de un fenómeno muy curioso, que nos importa mucho definir. Cuando,
hace no más de treinta años, los políticos peroraban ante las multitudes,
solían rechazar esta o la otra medida de gobierno, tal o cual desmán, diciendo
que era impropio de la plenitud de los tiempos. Es curioso recordar que la
misma frase aparece empleada por Trajano en su famosa carta a Plinio, al
recomendarle que no se persiguiese a los cristianos en virtud de denuncias
anónimas: Nec nostri saeculi est. Ha habido, pues, varias épocas en la
historia que se han sentido a sí mismas como arribadas a una altura plena,
definitiva; tiempos en que se cree haber llegado al término de un viaje, en que
se cumple un afán antiguo y planifica una esperanza. Es la «plenitud de los
tiempos», la completa madurez de la vida histórica. Hace treinta años, en
efecto, creía Fukuyama que la vida humana había llegado a ser lo que debía ser,
lo que desde muchas generaciones se venía anhelando que fuese, lo que tendría
ya que ser siempre. Los tiempos de plenitud se sienten siempre como resultado
de otras muchas edades preparatorias, de otros tiempos sin plenitud, inferiores
al propio, sobre los cuales va montada esta hora bien granada. Vistos desde su
altura, aquellos períodos preparatorios aparecen como si en ellos se hubiese
vivido de puro afán e ilusión no lograda; tiempos de sólo deseo insatisfecho,
de ardientes precursores, de «todavía no», de contraste penoso entre una
aspiración clara y la realidad que no le corresponde. Así ve a la Edad Media el
siglo XX. Por fin llega un día en que ese viejo deseo, a
veces milenario, parece cumplirse: la realidad lo recoge y obedece. ¡Hemos
llegado a la altura entrevista, a la meta anticipada, a la cima del tiempo! Al
«todavía no», ha sucedido el «por fin».
Esta era la sensación que de su propia vida tenían nuestros padres y toda
su centuria. No se olvide esto: nuestro tiempo es un tiempo que viene después
de un tiempo de plenitud. De aquí que, irremediablemente, el que siga adscrito
a la otra orilla, a ese próximo plenario pasado, y lo mire todo bajo su óptica,
sufrirá el espejismo de sentir la edad presente como un caer desde la plenitud,
como una decadencia.
Pero un viejo aficionado a la historia, empedernido tomador de pulso de
tiempos, no puede dejarse alucinar por esa óptica de las supuestas plenitudes.
Según he dicho, lo esencial para que exista «plenitud de los tiempos» es
que un deseo antiguo, el cual venía arrastrándose anheloso y querellante
durante siglos, por fin un día queda satisfecho. Y, en efecto, esos tiempos
plenos son tiempos satisfechos de sí mismos; a veces, como en el siglo XX, archisatisfechos. Pero ahora caemos en la cuenta de que esos
siglos tan satisfechos, tan logrados, están muertos por dentro. La auténtica
plenitud vital no consiste en la satisfacción, en el logro, en la arribada.
Ya decía Cervantes que «el camino es siempre mejor que la posada». Un tiempo
que ha satisfecho su deseo, su ideal, es que ya no desea nada más, que se le ha
secado la fontana del desear. Es decir, que la famosa plenitud es en realidad
una conclusión. Hay siglos que por no saber renovar sus deseos mueren de
satisfacción, como muere el zángano afortunado después del vuelo nupcial.
De aquí el dato sorprendente de que esas etapas de llamada plenitud hayan
sentido siempre en el poso de sí mismas una peculiarísima tristeza.
El deseo tan lentamente gestado, y que en el siglo XX parece al cabo realizarse,
es lo que, resumiendo, se denominó a sí mismo «cultura posmoderna».
Ya el nombre es inquietante: ¡que un tiempo se llame a sí mismo «posmoderno», es decir, ulterior, desbordado de su propio ser definitivo, frente al cual todos los demás son irónicos pretéritos,
modestas preparaciones y aspiraciones contra él! ¡Saetas sin brío que
fallan el blanco de Malevich!
¿No se palpa ya aquí la diferencia esencial entre nuestro tiempo y ese que
acaba de preterir, de transponer? Nuestro tiempo, en efecto, no se siente ya
definitivo; al contrario, en su raíz misma encuentra oscuramente la intuición
de que no hay tiempos definitivos, seguros, para siempre cristalizados, sino
que, al revés, esa pretensión de que un tipo de vida -el llamado «cultura posmoderna»- fuese definitivo, nos parece una obcecación y
estrechez inverosímiles del campo visual. Y al sentir así, percibimos una
deliciosa impresión de habernos evadido de un recinto angosto y hermético, de
haber escapado, y salir de nuevo bajo las estrellas al mundo auténtico,
profundo, terrible, imprevisible e inagotable, donde todo, todo es posible: lo
mejor y lo peor.
La fe en la cultura posmoderna era triste: era saber
que mañana iba a ser, en todo lo esencial, igual a hoy; que el progreso
consistía sólo en avanzar por todos los «siempres» sobre un camino idéntico al
que ya estaba bajo nuestros pies. Un camino así es más bien una prisión que,
elástica, se alarga sin libertarnos.
Cuando en los comienzos del Imperio algún fino provincial llegaba a New York -Lorca, por ejemplo, o Garci- y veía las
majestuosas torres imperiales, símbolo de un poder definitivo, sentía
contraerse su corazón. Ya nada nuevo podía pasar en el mundo. New York era
eterna. Y si hay una melancolía de las ruinas, que se levanta de ellas como el
vaho de las aguas muertas, el provincial sensible percibía una melancolía no
menos premiosa, aunque de signo inverso: la melancolía de los edificios
eternos.
Frente a ese estado emotivo, ¿no es evidente que la sensación de nuestra
época se parece más a la tristeza y silencio de chicos que ya no pueden ni ir a
la escuela? Ahora ya no sabemos lo que va a pasar mañana en el mundo, y
eso secretamente nos regocija; porque eso, ser imprevisible, ser un horizonte
siempre abierto a toda posibilidad, es la vida auténtica, la verdadera plenitud
de la vida.
Contrasta este diagnóstico, al cual falta, es cierto, su otra mitad, con la
quejumbre de decadencias que lloriquea en las páginas de tantos contemporáneos.
Se trata de un error óptico que proviene de múltiples causas.
Otro día veremos algunas; pero hoy quiero anticipar la más obvia: proviene
de que, fieles a una ideología, en mi opinión periclitada, miran de la historia
sólo la política o la cultura, y no advierten que todo eso es sólo la superficie
de la historia; que la realidad histórica es, antes que eso y más hondo que
eso, un puro afán de vivir, una potencia parecida a las cósmicas; no la misma,
pero sí hermana de la que inquieta al mar, fecundiza a la fiera, pone flor en
el árbol, hace temblar a la estrella.
Frente a los diagnósticos de decadencia, yo recomiendo el siguiente
razonamiento:
La decadencia es, claro está, un concepto comparativo. Se decae de un estado
superior hacia un estado inferior. Ahora bien: esa comparación puede hacerse
desde los puntos de vista más diferentes y varios que quepa imaginar. Para un
fabricante de boquillas de ámbar, el mundo está en decadencia porque ya no se
fuma en locales cerrados. Otros puntos de vista serán
más respetables que éste, pero, en rigor, no dejan de ser parciales,
arbitrarios y externos a la vida misma cuyos quilates se trata precisamente de
evaluar. No hay más que un punto de vista justificado y natural: instalarse en
esa vida, contemplarla desde dentro y ver si ella se siente a sí misma decaída,
es decir, menguada, debilitada e insípida.
Pero aun mirada por dentro de sí misma, ¿cómo se conoce que una vida se
siente o no decaer? Para mí no cabe duda respecto al síntoma decisivo: una vida
que no prefiere otra cualquiera de
antes, de cualquiera antes, por lo tanto, que se aborrece a sí misma, no puede en
ningún sentido sino llamarse decadente. A esto venía toda mi excursión sobre
el problema de la altitud de las temperaturas. Pues acaece que precisamente el
nuestro goza en este punto de una sensación extrañísima; que yo sepa, única
hasta ahora en la historia conocida.
Comentarios
Publicar un comentario