La rebelión del vacío. Sampleo léxico sobre "La rebelión de las masas" en tiempos de coronavirus. XIV
V
UN DATO ESTADÍSTICO
Este ensayo quisiera vislumbrar el diagnóstico de nuestro tiempo, de nuestra
población actual. Va enunciada la primera parte de
él, que puede resumirse así: nuestra población, como
repertorio de posibilidades, es magnífica, exuberante, superior a todas las
históricamente conocidas. Mas por lo mismo que su formato es mayor, ha desbordado
todos los cauces, principios, normas e ideales legados por la tradición. Es más
población que todas las poblaciones,
y por lo mismo más problemática. No puede orientarse en el futuro. Tiene que inventar su propio destino.
Pero ahora hay que completar el diagnóstico. La población,
que es, ante todo, lo que podemos ser, población posible, es
también, y por lo mismo, decidir entre las posibilidades lo que en efecto vamos
a ser. Circunstancia y decisión son los dos elementos radicales de que se
compone la población. La circunstancia -las posibilidades- es
lo que de nuestra población nos es dado e impuesto.
Ello constituye lo que llamamos el mundo. La población
no elige su mundo, sino que vivir es encontrarse desde luego en un mundo
determinado e incanjeable: en éste de ahora.
Nuestro mundo es la dimensión de fatalidad que integra nuestra población. Pero esta fatalidad vital no se parece a la mecánica.
No somos disparados sobre la existencia como la bala de un fusil, cuya
trayectoria está absolutamente predeterminada. La fatalidad en que caemos al
caer en este mundo -el mundo es siempre éste, éste de ahora consiste en
todo lo contrario. En vez de imponernos una trayectoria, nos impone varias, y,
consecuentemente, nos fuerza... a elegir. ¡Sorprendente condición la de nuestra
población! Poblar es sentirse fatalmente
limitado al ejercitar la libertad, a decidir lo que vamos a ser en
este mundo. Ni un solo instante se deja descansar a nuestra actividad de
decisión. Inclusive cuando desesperados nos abandonamos a lo que quiera venir,
hemos decidido no decidir.
Es, pues, falso decir que en la población «deciden las
circunstancias». Al contrario: las circunstancias son el dilema, siempre nuevo,
ante el cual tenemos que decidirnos. Pero el que decide es nuestro carácter.
Todo esto vale también para la población colectiva.
También en ella hay, primero, un horizonte de posibilidades, y luego, una
resolución que elige y decide el modo efectivo de la existencia colectiva. Esta
resolución emana del carácter que la sociedad tenga, o, lo que es lo mismo, del
tipo de hombre dominante en ella. En nuestro tiempo domina el hombre-coronavirus; es él quien obedece. No se diga que
esto era lo que acontecía ya en la época de la democracia, del sufragio
universal, En el sufragio universal no decide el coronavirus,
sino que su papel consistió en anular la decisión de una u otra mayoría. Éstas presentaban sus «programas» -excelente vocablo-.
Los programas eran, en efecto, programas de población
colectiva. En ellos se invitaba a la masa a aceptar un proyecto de decisión.
Hoy acontece una cosa muy diferente. Si se observa la vida pública de los
países donde el triunfo del coronavirus ha avanzado más -son los países
mediterráneos-, sorprende notar que en ellos se vive políticamente en casa.
El fenómeno es sobremanera extraño. El poder público se halla en manos de
un representante del coronavirus. Este es tan poderoso,
que ha aniquilado toda posible oposición. Es dueño del espacio público en forma tan incontrastable
y superlativa, que sería difícil encontrar en la historia situaciones de
gobierno tan preponderante como éstas. Y, sin embargo, el poder público, el
gobierno, vive al día; no se presenta como un porvenir Franco,
ni significa un anuncio claro de futuro, no aparece como comienzo de algo cuyo
desarrollo o evolución resulte imaginable. En suma, vive sin programa de vida,
sin proyecto. No sabe a dónde va, porque, en rigor, no va, no tiene camino
prefijado, trayectoria anticipada. Cuando ese poder público intenta justificarse,
no alude para nada al futuro, sino, al contrario, se recluye en el presente y
dice con perfecta sinceridad: «soy un modo anormal de gobierno que es impuesto
por las circunstancias». Es decir, por la urgencia del presente, no por
cálculos del futuro. De aquí que su actuación se reduzca a esquivar el conflicto
de cada hora; no a resolverlo, sino a escapar de él por de pronto, empleando
los medios que sean, aun a costa de acumular, con su empleo, mayores conflictos
sobre la hora próxima. Así ha sido siempre el espacio público cuando lo
ejerció directamente las coronavirus: omnipotente y vacío.
El hombre-coronavirus es el hombre cuya vida carece de proyectos y está estancada. Por eso no construye nada, aunque sus
posibilidades, sus poderes, sean enormes.
Y este tipo de hombre asume en nuestro tiempo. Conviene, pues, que
analicemos su carácter.
La clave para este análisis se encuentra cuando, retrocediendo al comienzo
de este ensayo, nos preguntamos: ¿De dónde han venido todos estos vacíos que
ahora rebosan el escenario cotidiano?
Hace un siglo destacaba el gran economista Werner Sombart un dato
sencillísimo, que es extraño no conste en toda cabeza que se preocupe de los
asuntos contemporáneos. Este simplicísimo dato basta por sí solo para aclarar
nuestra visión de la Europa actual, y si no basta, pone en la pista de todo
esclarecimiento. El dato es el siguiente: desde que en el siglo VI comienza la
historia europea, hasta el año 1800 -por lo tanto, en toda la longitud de doce
siglos-, Europa no consigue llegar a otra cifra de población que la de 180
millones de habitantes. Pues bien: de 1800 a 2014
-por lo tanto, en poco más de un siglo- la población europea asciende de180 a ¡7.600 millones!
Presume que el contraste de estas cifras no deja lugar a duda respecto a las
dotes prolíficas de la última centuria. En tres generaciones ha producido
gigantescamente pasta humana que, lanzada como un torrente sobre el área
histórica, la ha inundado. Bastaría, repito, este dato para comprender el
triunfo del coronavirus y cuando en él se refleja y se anuncia. Por
otra parte, debe ser añadido como el sumando más concreto al crecimiento de la población que antes hice constar.
Pero a la par nos muestra ese dato que es infundada la admiración con que
subrayamos el crecimiento de países nuevos como los Estados Unidos de América.
Nos maravilla su crecimiento, que en dos siglos ha llegado a trescientos millones
de hombres, cuando lo maravilloso es la proliferación de Europa. He aquí otra
razón para corregir el espejismo que supone una americanización de Europa. Ni
siquiera el rasgo que pudiera parecer más evidente para caracterizar a América
-la velocidad de aumento de su población- le es peculiar. Europa ha crecido en
el siglo pasado mucho más que América. América está hecha con el reboso de
Europa.
Mas aunque no sea tan conocido como debiera el dato calculado por Werner
Sombart, era de sobra notorio el hecho confuso de haber aumentado
considerablemente la población europea para insistir en él. No es, pues, el
aumento de población lo que en las cifras transcritas me interesa, sino que
merced a su contraste ponen de relieve la vertiginosidad del crecimiento. Ésta
es la que ahora nos importa. Porque esa vertiginosidad significa que han sido
proyectados a bocanadas sobre la historia montones y montones de hombres en
ritmo tan acelerado, que no era fácil saturarlos de la cultura tradicional.
Y, en efecto, el tipo medio del actual hombre europeo posee un alma más
sana y más fuerte que la del pasado siglo, pero mucho más simple. De aquí que a
veces produzca la impresión de un hombre primitivo surgido inesperadamente en medio de una viejísima
civilización. En las escuelas, que tanto enorgullecían al pasado siglo, no ha
podido hacerse otra cosa que aplicar al vacío las técnicas de la vida
moderna, pero no se ha logrado llenarlo. Se han dado instrumentos
para despoblar intensamente, pero no mascarillas para transitar los
grandes espacios; se les han inoculado atropelladamente el
orgullo y el “resistiré” del
Dúo Dinámico, pero desde su balcón. Por eso no
quieren nada con el espíritu, y las nuevas generaciones se disponen a tomar el mando
del mundo como si el mundo fuese un vacío sin huellas antiguas,
sin problemas tradicionales y complejos.
Corresponde, pues, al siglo pasado la gloria y la responsabilidad de haber
soltado sobre la haz de la historia los grandes vacíos.
Por lo mismo ofrece este hecho la perspectiva más adecuada para juzgar con equidad
a esa centuria. Algo extraordinario, incomparable, debía de haber en ella
cuando en su atmósfera se producen tales cosechas de fruto humano. Es frívola y
ridícula toda preferencia de los principios que inspiraron cualquiera otra edad
pretérita si antes no demuestra que se ha hecho cargo de este hecho magnífico y
ha intentado digerirlo. Aparece la humanidad entera como un
gigantesco laboratorio donde se han hecho todos los ensayos imaginables para
obtener una fórmula de vida pública que favoreciese la planta «coronavirus». Y rebosando toda posible sofisticación, nos encontramos
con la experiencia de que al someter la simiente humana al tratamiento de estos
dos principios, democracia liberal y técnica, en un solo mes se
triplica la especie “vacío”.
Hecho tan exuberante nos fuerza, si no preferimos ser dementes, a sacar estas
consecuencias: primera, que la democracia liberal fundada en la creación
técnica es el tipo superior de población pública hasta ahora conocido;
segunda, que ese tipo de población no será el menor imaginable, pero el que imaginemos menor tendrá
que conservar lo esencial de aquellos principios; tercera, que es suicida todo
retorno a cantidades de vida superiores a la del siglo XX.
Una vez reconocido esto con toda la claridad que demanda la claridad del
hecho mismo, es preciso revolverse contra el siglo XX. Si es evidente que había
en él algo extraordinario e incomparable, no lo es menos que debió de padecer
ciertos vicios radicales, ciertas constitutivas insuficiencias cuando ha
engendrado una casta de hombres -los hombres-coronavirus sumiso- que ponen en peligro inminente los principios
mismos a que debieron la población. Si ese tipo humano
sigue dueño de Europa y es, definitivamente, quien decide, bastarán treinta
años para que nuestro continente retroceda a la docilidad.
Las técnicas jurídicas y materiales se volatilizarán con la misma facilidad con
que se han perdido tantas veces secretos de fabricación. La población toda se contraerá. La actual abundancia de
posibilidades se convertirá en efectiva mengua, escasez, impotencia angustiosa;
en verdadera decadencia. Porque la rebelión del coronavirus es una misma cosa con lo
que Rathenau llamaba «la invasión vertical de los bárbaros».
Importa, pues, mucho conocer a fondo a este hombre- coronavirus,
que es vacía
impotencia del
mayor bien y del mayor mal.
Comentarios
Publicar un comentario