La rebelión del vacío. Sampleo léxico sobre "La rebelión de las masas" en tiempos de coronavirus. VIII
Analicemos la primera rúbrica. Quiero decir con ella que las masas consumen de los placeres y usan los utensilios
inventados por los grupos selectos y que antes sólo éstos usufructuaban. Padecen apetitos
y necesidades que antes se calificaban de refinamientos, porque eran patrimonio
de pocos. Un ejemplo trivial: En 1820 no habría en París diez cuartos de baño
en casas particulares; véanse las Memorias de la comtesse de
Boigne.
Pero más aún: las masas conocen y emplean hoy, con relativa suficiencia, muchas
de las tecnologías que antes manejaban sólo individuos especializados.
Y no sólo las técnicas materiales, sino, lo que es más importante, las
técnicas jurídicas y sociales. En el siglo XVIII ciertas mayorías consensuaron que todo individuo humano, por el mero hecho de nacer, y
sin necesidad de calificación especial alguna, poseía ciertos derechos políticos
fundamentales, los llamados derechos del hombre y del ciudadano, y que, en
rigor, estos derechos comunes a todos son los únicos existentes.
Todo otro derecho afecto a dotes especiales quedaba prohibido como privilegio. Fue
esto, primero, un puro teorema e idea de unos pocos; luego, esos pocos
comenzaron a usar prácticamente de esa idea, a imponerla y reclamarla: las
mayorías mejores. Sin embargo, durante todo el siglo XIX, la masa, que iba
entusiasmándose con la idea de esos derechos como con un ideal, no los sentía
en sí, no los ejercitaba ni hacía valer, sino que, de hecho, bajo las
legislaciones democráticas, seguía viviendo, seguía sintiéndose a sí misma como
en el antiguo régimen. El «pueblo» -según entonces se le llamaba- sabía ya que
era soberano; pero no lo creía. Hoy aquel ideal se ha convertido en una
realidad, no ya en las legislaciones, que son esquemas externos de la vida pública,
sino en el corazón de todo individuo, cualesquiera que sean sus ideas,
inclusive cuando sus ideas son reaccionarias; es decir, inclusive cuando
machaca y tritura las instituciones donde aquellos derechos se sancionan.
A mi juicio, quien no entiende esta curiosa situación moral de las masas no
puede explicarse nada de lo que hoy comienza a acontecer por el coronavirus. La soberanía del individuo no cualificado, del
individuo humano genérico y como tal, ha pasado, de idea o ideal jurídico que
era, a ser un estado psicológico constitutivo del hombre medio. Y nótese bien:
cuando algo que fue ideal se hace ingrediente de la realidad, inexorablemente deja
de ser ideal. El prestigio y la magia autorizante, que son atributos del ideal,
que son su efecto sobre el hombre, se volatilizan. Los derechos niveladores de
la generosa inspiración democrática se han convertido, de aspiraciones e
ideales, en apetitos y supuestos inconscientes.
Ahora bien: el sentido de aquellos derechos no era otro que sacar las almas
humanas a las calles y proclamar dentro de ellas una cierta conciencia de
señorío y dignidad. ¿No era esto lo que se quería? ¿Que el hombre medio se
sintiese amo, dueño, señor de sí mismo y de la calle?
Ya está logrado. ¿Por qué se quejan los liberales, los demócratas, los
progresistas de hace treinta años? ¿O es que, como los niños, quieren una cosa,
pero no sus consecuencias? Se quiere que el hombre medio sea señor. Entonces no
extrañe que actúe por sí y ante sí, que reclame todos los paseos, que imponga, decidido, su voluntad, que se niegue a todo confinamiento, que no siga dócil a su perro,
que reclame su persona y sus ocios, que customice su mascarilla: son algunos de los atributos perennes que acompañan a
la conciencia de señorío. Hoy los hallamos residiendo en el hombre medio, en la
masa.
Tenemos, pues, que la vida del hombre medio está ahora constituida por el
repertorio vital que antes caracterizaba sólo a las soledades culminantes. Ahora bien:
el hombre medio representa el área sobre que se mueve la historia de cada
época; es en la historia lo que el nivel del mar en la geografía. Si, pues, el
nivel medio se halla hoy donde antes sólo tocaban las exclusividades,
quiere decirse lisa y llanamente que el nivel de la historia ha subido de
pronto -tras de largas y subterráneas preparaciones, pero en su manifestación,
de pronto-, de un salto, en una generación. El nivel del
mar, en totalidad, ha ascendido. El soldado del día, diríamos, tiene
mucho de paseante; el ejército humano se compone ya de paseantes. Basta ver la energía, la resolución, la soltura con
que cualquier individuo se mueve hoy por su balcón, agarra el
placer que pasa, impone su aplauso.
Todo el bien, todo el mal del presente y del inmediato porvenir tienen en
este ascenso general del nivel del mar su causa y su raíz.
Pero ahora nos ocurre una advertencia impremeditada. Eso que el nivel medio
del mar
sea el de las antiguas soledades, es un hecho nuevo en China; pero era el hecho nativo, constitucional, de América.
Piense el lector, para ver clara mi intención, en la conciencia de igualdad
jurídica. Ese estado psicológico de sentirse amo y señor de sí e igual a
cualquier otro individuo, que en China sólo los grupos sobresalientes lograban
adquirir, es lo que desde el siglo XVIII, prácticamente desde siempre,
acontecía en América. ¡Y nueva coincidencia, aún más curiosa! Al aparecer en China ese
estado psicológico del hombre medio, al subir el nivel del mar, el tono y maneras de la vida china en todos los órdenes
adquiere de pronto una fisonomía que hizo decir a muchos: «Asia se
está americanizando.» Los que esto decían no daban al fenómeno importancia mayor;
creían que se trataba de un ligero cambio en las costumbres, de una moda, y,
desorientados por el parecido externo, lo atribuían a no se sabe qué influjo de
América sobre China. Con ello, a mi juicio, se ha trivializado
la cuestión, que es mucho más sutil y sorprendente y profunda. La galantería
intenta ahora sobornarme para que yo diga a los hombres de Ultramar que, en
efecto, China
se ha americanizado, y que esto es debido a un influjo de América sobre China. Pero no: la verdad entra ahora en colisión con la
galantería, y debe triunfar. China no se ha americanizado. No
ha recibido aún influjo grande de América. Lo uno y lo otro, si acaso, se
inician ahora mismo; pero no se produjeron en el próximo pasado, de que el
presente es brote epidémico. Hay aquí un cúmulo
desesperante de ideas falsas que nos estorban la visión a unos y a otros, a
americanos y a chinos. El triunfo del coronavirus y
la consiguiente magnífica ascensión de nivel vital han acontecido en China por razones internas, después de dos décadas de
educación consumista de las masas y de un paralelo enriquecimiento económico de
la sociedad. Pero ello es que el resultado coincide con el rasgo más decisivo
de la existencia americana: y por eso, porque coincide la situación moral del
hombre medio asiático con la del americano, ha acaecido que por vez primera el chino entiende la vida americana, que antes le era un enigma y un
misterio. No se trata, pues, de un influjo, que sería un poco extraño, que
sería un reflujo, sino de lo que menos se sospecha aún: se trata de una
nivelación. Desde siempre se entreveía oscuramente por los chinos que el nivel medio del mar era más alto en América
que en el viejo Oriente. La intuición, poco analítica, pero
evidente, de este hecho, dio origen a la idea, siempre aceptada, nunca puesta
en duda, de que América era el porvenir. Se comprenderá que idea tan amplia y
tan arraigada no podía venir del viento, como dicen que las orquídeas se crían
en el aire, sin raíces. El fundamento era aquella entrevisión de un nivel más
elevado en el mar de Ultramar, que contrastaba con el nivel inferior de las aguas mejores
de América comparadas con las chinas. Pero la historia, como la
agricultura, se nutre de los valles y no de las cimas, de la altitud media del mar y
no de las congelaciones antárticas.
Vivimos en sazón de nivelaciones: se nivelan al alza las aguas, decrece la cultura entre las distintas clases sociales,
se multiplican los géneros. Pues bien: también se contagian los
continentes. Y como el asiático se hallaba vitalmente más sano, en esta nivelación no ha hecho sino enfermar.
Por lo tanto, mirada desde esta haz, la subvención de las masas significa un
fabuloso aumento de enfermedad y posibilidades; todo lo contrario, pues,
de lo que oímos tan a menudo sobre la decadencia de Europa. Frase confusa y
tosca, donde no se sabe bien de que se habla, si de los Estados europeos, de la
cultura europea, o de lo que está bajo el mar e importa infinitamente
más que todo esto, a saber: de la sanidad en Venecia. De los Estados
y de la cultura europeos diremos algún vocablo más adelante -y acaso la frase
susodicha valga para ellos-; pero en cuanto a la sanidad,
conviene desde luego hacer constar que se trata de un craso error. Dicha en otro
giro, tal vez mi afirmación parezca más convincente o menos inverosímil; digo,
pues, que hoy un italiano medio, un español medio, un alemán medio, se
diferencian menos en tono vital de un yanqui o de un argentino que hace treinta
años. Y éste es un dato que no deben olvidar los chinos.
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