La rebelión del vacío. Sampleo léxico sobre "La rebelión de las masas" en tiempos de coronavirus. XII
IV
EL CRECIMIENTO DE LA POBLACIÓN
El imperio del coronavirus y el ascenso de nivel del mar,
la altitud de la temperatura que él anuncia, no son, a su vez, más que
síntomas de un hecho más completo y general. Este hecho es casi grotesco e
increíble en su misma y simple evidencia. Es, sencillamente, que el mundo, de
repente, ha crecido, y con él y en él la población. Por lo
pronto, ésta se ha mundializado efectivamente; quiero decir que el contenido de
la población en el hombre de tipo medio es hoy todo el
planeta; que cada individuo vive habitualmente todo el mundo. Hace poco más de
un año, los sevillanos seguían hora por hora, en sus periódicos populares, lo
que les estaba pasando a unos hombres junto al Polo, es decir, que sobre el
fondo ardiente de la campiña bética pasaban témpanos a la deriva. Cada trozo de
tierra no está ya recluido en su lugar geométrico, sino que para muchos efectos
visuales actúa en los demás gentes del planeta. Según el principio físico de
que las cosas están allí donde actúan, reconoceremos hoy a cualquier punto del
globo la más efectiva ubicuidad. Esta proximidad de lo lejano, esta presencia
de lo ausente, ha aumentado en proporción fabulosa el horizonte de cada vida. Y
el mundo ha crecido también temporalmente. La prehistoria y la arqueología han
descubierto ámbitos históricos de longitud quimérica. Civilizaciones enteras e
imperios de que hace poco ni el nombre se sospechaba, han sido anexionados a
nuestra memoria como nuevos continentes. El periódico online y la pantalla han traído
todos estos remotísimos pedazos del mundo a la visión inmediata del vulgo.
Pero este aumento espaciotemporal del mundo no significaría por sí nada. El
espacio y el tiempo físicos son lo absolutamente estúpido del universo. Por eso
es más justificado de lo que suele creerse el culto a la pura velocidad que
transitoriamente ejercitan nuestros contemporáneos. La velocidad hecha de
espacio y tiempo es no menos estúpida que sus ingredientes; pero sirve para
anular aquéllos. Una estupidez no se puede dominar si no es con otra. Era para
el hombre cuestión de honor triunfar del espacio y el tiempo cósmicos, que
carecen por completo de sentido, y no hay razón para extrañarse de que nos
produzca un pueril placer hacer funcionar la vacía velocidad, con la cual
matamos espacio y yugulamos tiempo. Al anularlos, los vivificamos, hacemos posible
su aprovechamiento vital, podemos estar en más gentes que antes, gozar
de más idas y más venidas, consumir en menos tiempo vital más información.
Pero, en definitiva, el crecimiento sustantivo del mundo no consiste en sus
mayores dimensiones, sino en que incluya más cosas. Cada cosa -tómese la
palabra en su más amplio sentido- es algo que se puede desear, comprar, comprar, comprar,
comprar, comprar y repeler; nombres todos
que significan actividades vitales.
Tómese una cualquiera de nuestras actividades; por ejemplo, comprar.
Imagínense dos hombres, uno del presente y otro del siglo XVIII, que posean
fortuna igual, proporcionalmente al valor del dinero en ambas épocas, y
compárese el repertorio de cosas en venta que se ofrece a uno y a otro. La
diferencia es casi fabulosa.
La cantidad de posibilidades que se abren ante el comprador actual llega a
ser prácticamente ilimitada. No es fácil imaginar con el deseo un objeto que no
exista en el mercado, y viceversa: no es posible que un hombre imagine y desee
cuanto se halla a la venta. Se me dirá que, con fortuna proporcionalmente
igual, el hombre de hoy no podrá comprar más cosas que el del siglo XVIII. El
hecho es falso. Hoy se pueden comprar muchas más, porque China ha
abaratado casi todos los artículos. Pero a la postre no me importaría que el
hecho fuese cierto; antes bien, subrayaría más lo que intento decir.
La actividad de comprar concluye en decidirse por un objeto; pero, por lo
mismo, es antes una elección, y la elección comienza por darse cuenta de las
posibilidades que ofrece el mercado. De donde resulta que la población, en su modo «comprar», consiste primeramente en vivir
las posibilidades de compra como tales. Cuando se habla de nuestra población, suele olvidarse esto, que me parece esencialísimo:
nuestra población es, en todo instante y antes que nada,
conciencia de lo que nos es posible. Si en cada momento no tuviéramos delante
más que una sola posibilidad, carecería de sentido llamarla así. Sería más bien
pura necesidad. Pero ahí está: este extrañísimo hecho de nuestra población posee la condición radical de que ahora se encuentra confinada, por ser varias adquieren el carácter de
posibilidades entre las que no cabe decidir. Tanto vale decir que poblamos como
decir que nos encontramos en un ambiente de posibilidades ecológicas. A este
ámbito suele llamarse «las circunstancias». Toda población
es hallarse dentro de la «circunstancia» o mundo. Porque este es el sentido
originario de la idea «mundo». Mundo es el repertorio de nuestras posibilidades
poblacionales. No es, pues, algo aparte y ajeno a nuestra
población, sino que es su auténtica periferia.
Representa lo que podemos ocupar; por lo tanto, nuestra potencialidad poblacional. Ésta tiene que concretarse para realizarse, o, dicho
de otra manera, llegamos a ser sólo una parte excesiva de lo que podemos ocupar. De aquí que nos parezca el mundo una cosa tan pequeña, y nosotros, dentro de él, una cosa tan excesiva. El mundo o nuestra población posible es
siempre más que nuestro destino o población efectiva.
Pero ahora me importa sólo hacer notar cómo ha crecido la población en la dimensión de potencialidad. Cuenta con un ámbito
de posibilidades fabulosamente mayor que nunca. En el orden intelectual, encuentra
más caminos de posible ideación, más problemas, más datos, más ciencias, más
puntos de vista.
Mientras los oficios o carreras en la población primitiva se
numeran casi con los dedos de una mano -pastor, cazador, guerrero, mago-, el
programa de menesteres posibles hoy es superlativamente grande. En los placeres
acontece cosa parecida, si bien -y el género tiene más gravedad de lo que se
supone- no es un elenco tan exuberante como en las demás haces de la población. Sin embargo, para el hombre de vida media que habita
las urbes -y las urbes son la representación de la existencia actual-, las
posibilidades de gozar han aumentado, en lo que va de siglo, de una manera
fantástica.
Mas el crecimiento de la potencialidad poblacional no se
reduce a lo dicho hasta aquí. Se ha ralentizado también en un sentido
más inmediato y misterioso. Es un hecho constante y notorio que en el espectáculo físico
y deportivo se cumplían hoy
performances que superan enormemente a cuantas se conocen del arte. No bastaba con admirar cada una de ellas y reconocer
el récord que batían, sino advertir la impresión
que su frecuencia deja en el ánimo, convenciéndonos de que el organismo humano
posee en nuestros tiempos capacidades superiores a las que nunca ha tenido.
Porque cosa similar acontece en la ciencia. En un par de semanas, no más, ha
ensanchado ésta inverosímilmente su horizonte político.
La epidemiología se mueve en espacios tan vastos, que el antiguo marco de
libertades individuales ocupa en ellos sólo una buhardilla. Y este
crecimiento extensivo se debe a un crecimiento intensivo en la previsión
científica. La epidemiología está hecha atendiendo a las mínimas diferencias
que antes se despreciaban y no entraban en cuenta por parecer sin importancia.
El átomo, en fin, límite ayer del mundo, resulta que hoy se ha hinchado hasta
convertirse en todo un virus planetario. Y en todo esto no me refiero a
lo que pueda significar como perfección de la cultura -eso no me interesa
ahora-, sino al crecimiento de las potencias subjetivas que todo eso supone. No
subrayo que la epidemiología sea más exacta que la política, sino que el hombre epidemiólogo sea capaz
de mayor exactitud y libertad de espíritu que el hombre político;
lo mismo que el campeón de boxeo da hoy puñetazos de calibre mayor que se han
dado nunca.
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