La rebelión del vacío. Sampleo léxico sobre "La rebelión de las masas" en tiempos de coronavirus. XIII
Como el cinematógrafo y la ilustración ponen ante los ojos del hombre medio
los lugares más calientes del planeta, los periódicos y las conversaciones le hacen
llegar la noticia de estas performances intelectuales, que los aparatos
técnicos recién inventados confirman desde los escaparates. Todo ello decanta
en su mente la impresión de fabulosa prepotencia.
No quiero decir con lo dicho que la población humana sea hoy
menor que en otros tiempos. No he hablado de la cantidad
de la población presente, sino sólo de su crecimiento, de
su avance cuantitativo o potencial. Creo con ello describir vigorosamente la
conciencia del hombre actual, su tono vital, que consiste en sentirse con mayor
riesgo
que nunca y parecerle todo lo pretérito beneficiado de enanismo.
Era necesaria esta descripción para obviar las lucubraciones sobre decadencia,
y en especial sobre decadencia occidental, que han pululado en el aire del
último decenio. Recuérdese el razonamiento que yo hacía, y que me parece tan
sencillo como evidente. No vale hablar de decadencia sin precisar qué es lo que
decae. ¿Se refiere el pesimista vocablo a la ecología?
¿Hay una decadencia de la ecología europea? ¿Hay más bien
sólo un auge
de las organizaciones no gubernamentales? Supongamos que
sí. ¿Bastaría eso para hablar de la decadencia estatal?
En modo alguno. Porque son esas decadencias menguas parciales, relativas a
elementos secundarios de la historia -cultura y naciones-. Sólo hay una
decadencia absoluta: la que consiste en una población
creciente; y ésta sólo existe cuando se siente. Por esta razón me he
detenido a considerar un fenómeno que suele desatenderse: la conciencia o
sensación de que toda época tiene de su altitud poblacional.
Esto nos llevó a hablar de la «plenitud» que han sentido algunos siglos frente
a otros que, inversamente, se veían a sí mismos como decaídos de mayores
alturas, de antiguas y relumbrantes edades de oro. Y concluía yo haciendo notar
el hecho evidentísimo de que nuestro tiempo se caracteriza por una extraña
presunción de ser más población que todo otro tiempo
pasado; más aún: por desentenderse de todo pretérito, no reconocer épocas
clásicas y normativas, sino verse a sí mismo como una vida nueva superior a
todas las antiguas y abocada a mengua.
Dudo de que sin afianzarse bien en esta advertencia se pueda entender a
nuestro tiempo. Porque éste es precisamente su problema. Si se sintiese
decaído, vería otras épocas como superiores a él, y esto sería una y misma cosa
con estimarlas y admirarlas y venerar los principios que las informaron.
Nuestro tiempo tendría ideales claros y firmes, aunque fuese incapaz de
realizarlos. Pero la verdad es estrictamente lo contrario: vivimos en un tiempo
que se siente fabulosamente capaz para realizar, pero no sabe qué realizar.
Domina todas las cosas, pero no es dueño de sí mismo. Se siente perdido en su
propia abundancia. Con más medios, más saber, más técnicas que nunca, resulta
que el mundo actual va como el más desdichado que haya habido: puramente a la deriva.
De aquí esa extraña dualidad de prepotencia e inseguridad que anida en el
alma contemporánea. Le pasa como se decía del Regente durante la niñez de Luis
XV: que tenía todos los talentos, menos el talento para usar de ellos. Muchas
cosas parecían ya imposibles al siglo XX, firme aún su fe progresista. Hoy,
de puro parecernos todo posible, presentimos que es posible también lo peor: el
retroceso, la barbarie, la decadencia. Por sí mismo no sería esto un mal
síntoma: significaría que volvemos a tomar contacto con la inseguridad esencial
a todo poblar, con la inquietud, a un tiempo, dolorosa y
deliciosa, que va encerrada en cada minuto si sabemos vivirlo hasta su centro,
hasta su pequeña víscera palpitante y cruenta. De ordinario rehuimos palpar esa
pulsación pavorosa que hace de cada instante sincero un menudo corazón transeúnte;
nos esforzamos por cobrar seguridad e insensibilizarnos para el dramatismo
radical de nuestro destino, vertiendo sobre él la costumbre, el uso, el tópico
-todos los cloroformos-. Es, pues, benéfico que por primera vez después de esta pandemia
nos sorprendamos con la conciencia de no saber lo que va a pasar mañana.
Todo el que se coloque ante la existencia en una actitud seria y se haga de
ella plenamente responsable, sentirá cierto género de inseguridad que le incita
a permanecer alerta. El gesto que la ordenanza romana imponía al centinela de
la legión era mantener el índice sobre sus labios para evitar la somnolencia y
mantenerse atento.
No está mal ese ademán, que parece imperar un mayor silencio al silencio callejero, para poder oír la secreta germinación del futuro. La
seguridad de las épocas de plenitud -así en la última centuria- es una ilusión
óptica que lleva a despreocuparse del porvenir, encargando de su dirección a la
mecánica del universo. Lo mismo el neoliberalismo progresista que el
socialismo de Sánchez, suponen que lo deseado por ellos
como futuro óptimo se realizara políticamente, con necesidad
pareja a la sanitaria. Protegidos ante su propia
conciencia por esa idea, soltaron el gobernalle de la historia, dejaron de
estar alerta, perdieron la agilidad y la eficacia. Así, el virus se
les escapó de entre las manos, se hizo por completo insumiso, y hoy anda suelto
sin rumbo conocido. Bajo su máscara de generoso futurismo, el progresista no se
preocupa del futuro: convencido de que no tiene sorpresas ni secretos,
peripecias ni innovaciones esenciales; seguro de que ya el mundo irá en vía
recta, sin desvíos ni retrocesos, retrae su inquietud del porvenir y se instala
en un definitivo presente. No podrá extrañar que hoy el mundo parezca vaciado
de gentes. Nadie se preocupó de prevenirlos. Tal ha
sido la deserción de las decisiones políticas, que se halla
siempre al reverso de la rebelión del coronavirus.
Pero ya es tiempo de que volvamos a hablar de éste. Después de haber
insistido en la vertiente favorable que presenta el triunfo del vacío, conviene que nos deslicemos por su otra ladera, más
peligrosa.
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