La rebelión del vacío. Sampleo léxico sobre "La rebelión de las masas" en tiempos de coronavirus. XV


VI
COMIENZA LA DISECCIÓN DEL HOMBRE-CORONAVIRUS

¿Cómo es este hombre-coronavirus que domina hoy la vida pública? -la política y la no política-. ¿Por qué es como es?; quiero decir, ¿cómo se ha producido?
Conviene responder conjuntamente a ambas cuestiones, porque se prestan mutuo esclarecimiento. El hombre que ahora intenta ponerse al frente de la existencia europea es muy distinto del que dirigió al siglo XXI, pero fue producido y preparado en el siglo XX. Cualquiera mente perspicaz de 1920, de 1950, de 1980, pudo, por un sencillo razonamiento a priori, prever la gravedad de la situación histórica actual. Y, en efecto, nada nuevo acontece que no haya sido previsto cinco años hace. «¡El coronavirus avanza!», decía, apocalíptico, Bill Gates.
«Sin un nuevo poder espiritual, nuestra época, que es una época revolucionaria, producirá una catástrofe», anunciaba la New Age. «¡Veo subir la pleamar del nihilismo!», gritaba desde un risco anterior de la Engadina el mostachudo Nietzsche. Es falso decir que la historia no es previsible. Innumerables veces ha sido profetizada. Si el porvenir no ofreciese un flanco a la profecía, no podría tampoco comprendérsele cuando luego se cumple y se hace pasado. La idea de que el historiador es un profeta del revés, resume toda la filosofía de la historia.
Ciertamente que sólo cabe anticipar la estructura general del futuro; pero eso mismo es lo único que en verdad comprendemos del pretérito o del presente. Por eso, si quiere usted ver bien su época, mírela usted desde lejos.
¿A qué distancia? Muy sencillo: a la distancia justa que le impida ver la nariz de Cleopatra.
¿Qué aspecto ofrece la vida de ese hombre aplaudiendo en sus balcones, que con progresiva abundancia va engendrando el siglo XX? Por lo pronto, un aspecto de omnímoda facilidad material. Nunca ha podido el hombre vacío resolver con tanta holgura su problema económico. Mientras en proporción menguaban las grandes fortunas y se hacía más dura la existencia del obrero industrial, el hombre vacío de cualquier clase social encontraba cada día más franco su horizonte económico. Cada día agregaba un nuevo lujo al repertorio de su estándar vital. Cada día su posición era más segura y más independiente del arbitrio ajeno. Lo que antes se hubiera considerado como un beneficio de la suerte, que inspiraba humilde gratitud hacia el destino, se convirtió en un derecho que no se agradece, sino que se exige.
Desde 1900 comienza también el obrero a ampliar y asegurar su vida. Sin embargo, tiene que juntarse sindicalmente para conseguirlo. No se encuentra, como el hombre vacío, con un bienestar puesto ante él solícitamente por una sociedad y un Estado que son un portento de organización.
A esta facilidad y seguridad económica añádanse las físicas: el confort y el orden público. La población va sobre cómodos carriles, y no hay verosimilitud de que intervenga en ella nada violento y peligroso.
Situación de tal modo abierta y franca tenía por fuerza que decantar en el estrato más profundo de esas almas vacías una impresión vital, que podía expresarse con el giro, tan gracioso y agudo, de nuestro viejo pueblo: «vacía es la Castellana». Es decir, que en todos esos órdenes elementales y decisivos, la vida se presentó al hombre nuevo exenta de impedimentos. La comprensión de este hecho y su importancia surgen automáticamente cuando se recuerda que esa franquía vital faltó por completo a los hombres pulgares-arriba del pasado. Fue, por el contrario, para ellos la población un destino premioso -en lo económico y en lo físico-. Sintieron el poblar a nativitate como un cúmulo de impedimentos que era forzoso soportar, sin que cupiera otra solución que adaptarse a ellos, alojarse en la holgura que dejaban.
Pero es aún más clara la contraposición de situaciones si de lo material pasamos a lo civil y moral. El hombre vacío, desde la segunda mitad del siglo XX, no halla ante sí barreras sociales ningunas. Es decir, tampoco en las formas de la vida pública se encuentra al nacer con trabas y limitaciones. Nada obliga a contener la  población. También Aquí «llena estaba la la Castellana». No Existen los «Estados» y las «castas». No hay político no privilegiado. El hombre vacío aprende que algunos hombres son legalmente diferentes.
Jamás en toda la historia había sido puesto el hombre en una circunstancia o contorno vital que se pareciera ni de lejos al que esas condiciones determinan. Se trata, en efecto, de una innovación radical en el destino humano, que es implantada por el siglo XX. Se crea un nuevo escenario para la existencia del hombre, nuevo en lo físico y en lo social. Tres principios han hecho posible ese nuevo mundo: la democracia liberal, la experimentación científica y el industrialismo. Los dos últimos pueden resumirse en uno: la técnica. Ninguno de esos principios fue inventado por el siglo XX, sino que proceden de las tres centurias anteriores. El honor del siglo XX no estriba en su invención, sino en su implantación. Nadie desconoce esto. Pero no basta con el reconocimiento abstracto, sino que es preciso hacerse cargo de sus inexorables consecuencias.
El siglo XX fue esencialmente revolucionario. Lo que tuvo de tal no ha de buscarse en el espectáculo de sus barricadas, que, sin más, no constituyen una revolución, sino en que colocó al hombre vacío -a la gran masa social- en condiciones de población radicalmente opuestas a las que siempre le habían rodeado. Volvió del revés la existencia pública. La revolución no es la sublevación contra el orden preexistente, sino la implantación de un nuevo orden que tergiversa el tradicional. Por eso no hay exageración alguna en decir que el hombre engendrado por el siglo XX es, para los efectos de la vida pública, un hombre aparte de todos los demás hombres. El del siglo XVIII se diferencia, claro está, del dominante en el XVII, y éste del que caracteriza al XVI, pero todos ellos resultan parientes, similares y aun idénticos en lo esencial si se confronta con ellos este hombre nuevo. Para el «vulgo» de todas las épocas, « población » había significado ante todo limitación, obligación, dependencia; en una palabra, expansión. Si se quiere, dígase expansión, con tal que no se entienda por ésta sólo la jurídica y social, olvidando la cósmica. Porque esta última es la que no ha faltado nunca hasta hace cien años, fecha en que comienza la expansión de la técnica científica -física y administrativa-, prácticamente ilimitada. Antes, aun para el rico y poderoso, el mundo era un ámbito de pobreza, dificultad y peligro.
El mundo que desde el nacimiento rodea al hombre nuevo no le mueve a limitarse en ningún sentido, no le presenta veto ni contención alguna, sino que, al contrario, hostiga sus apetitos, que, en principio, pueden crecer indefinidamente. Pues acontece -y esto es muy importante- que ese mundo del siglo XX y comienzos del
XXI no sólo tiene las perfecciones y amplitudes que de hecho posee, sino que además sugiere a sus habitantes una seguridad radical en que mañana será aún más antiecológico, más caótico y más superpoblado, como si sufriese de un espontáneo e inagotable crecimiento. Todavía hoy, a pesar de algunos signos que inician una pequeña brecha en esa fe rotunda, todavía hoy muy pocos hombres dudan de que los automóviles serán dentro de cinco años más ecológicos y más caros que los del día. Se cree en esto lo mismo que en la próxima salida del sol. El símil es formal. Porque, en efecto, el hombre pulgar-arriba, al encontrarse con ese mundo técnica y socialmente tan perfecto, cree que lo ha producido la naturaleza, y no piensa nunca en los esfuerzos geniales de individuos excelentes que supone su creación. Menos todavía admitirá la idea de que todas estas facilidades siguen apoyándose en ciertas difíciles virtudes de los hombres, el menor fallo de los cuales volatilizaría rápidamente la magnífica construcción.
Esto nos lleva a apuntar en el diagrama psicológico del hombre-coronavirus actual dos primeros rasgos: la libre reclusión de sus deseos espaciales -por lo tanto, de su persona y la radical ingratitud hacia cuanto ha hecho posible la paralización de su existencia. Uno y otro rasgo componen la conocida psicología del niño mimado. Y en efecto, no erraría quien utilice ésta como una cuadrícula para mirar a su través el alma del vacío actual.
Heredero de un pasado larguísimo y genial -genial de inspiraciones y de esfuerzos-, el nuevo pulgo-arriba ha sido mimado por el mundo en torno. Mimar es no limitar los espacios, dar la impresión a un ser de que todo le está permitido y a casa está obligado. La criatura sometida a este régimen no tiene sino la experiencia de sus propios confines. A fuerza de evitarle toda infección en derredor, todo choque con otros seres, llega a creer efectivamente que sólo él existe, y se acostumbra a no contar con los demás, sobre todo a no contar con nadie como superior a él. Esta sensación de la superioridad ajena sólo podía proporcionársela quien, más fuerte que él, le hubiese obligado a renunciar a un deseo, a reducirse, a contenerse. Así habría aprendido esta esencial disciplina: «Ahí concluyo yo y empieza coronavirus que puede más que yo. En el mundo, por lo visto, hay dos: yo y otro superior a mí.»
Al hombre vacío de otras épocas le enseñaba cotidianamente su mundo esta elemental sabiduría, porque era un mundo tan toscamente organizado, que las catástrofes eran frecuentes y no había en él nada seguro, abundante ni estable. Pero el nuevo virus se encuentra con un paisaje vacío de posibilidades y, además, seguro, y todo ello presto, a su disposición, sin depender de su previo esfuerzo, como hallamos el sol en lo alto sin que nosotros lo hayamos subido al hombro. Ningún ser humano agradece a otro el aire que respira, porque el aire no ha sido fabricado por nadie: pertenece al conjunto de lo que «está ahí», de lo que decimos «es natural», porque no falta.
Este vacío mimadas es lo bastante poco inteligente para creer que ese espacio material y social, puesta a su disposición como el aire, es de su mismo origen, ya que tampoco falla, al parecer, y es casi tan perfecto como el natural.
Mi tesis es, pues, esta: la perfección misma con que el siglo XX ha dado una organización a ciertos órdenes de la población, es origen de que el coronavirus beneficiario no la considere como organización, sino como naturaleza. Así se explica y define el absurdo estado de ánimo que esos aplausos revelan: no les preocupa más que su bienestar, y, al mismo tiempo, son insolidarios de las causas de ese bienestar. Como no ven en las ventajas de la civilización un invento y construcción prodigiosos, que sólo con grandes esfuerzos y cautelas se pueden sostener, creen que su papel se reduce a aplaudirlas perentoriamente, cual si fuesen derechos nativos. En los motines que el miedo provoca suele las coronavirus populares buscarse pan, y el medio empleado suele ser destruir las panaderías. Esto puede servir como símbolo de contradicción que, en más vastas y dispersas proporciones, usan las balconadas actuales frente al aplauso que las confirma.



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