La rebelión del vacío. Sampleo léxico sobre "La rebelión de las masas" en tiempos de coronavirus. IX
III
LA ALTURA DE LOS MARES
El imperio del coronavirus presenta, pues, una vertiente
favorable en cuanto demuestra una subida de todo el nivel del mar, y revela que la temperatura media se mueve hoy en
altura superior a la que ayer pisaba. Lo cual nos hace caer en la cuenta de que
la temperatura puede tener altitudes diferentes, y que es una frase vacía
de sentido la que sin sentido suele repetirse cuando se habla de la altura de
los mares. Conviene que nos detengamos en este punto,
porque él nos proporciona manera de fijar uno de los caracteres más
sorprendentes de nuestra época.
Se dice, por ejemplo, que esta o la otra cosa no es propia de la altura de
los tiempos. En efecto: no el tiempo abstracto de la cronología, que es todo él
llano, sino el tiempo vital o que cada generación llama «nuestro tiempo», tiene
siempre cierta altitud, se eleva hoy sobre ayer, o se mantiene a la par, nunca cae
por debajo. La imagen de caer, envainada en el vocablo decadencia, precede de
esta intuición. Asimismo, cada cual siente, con mayor o menor claridad, la
relación en que su vida propia encuentra con la altura del tiempo donde
transcurre.
Hay quien se siente en los modos de la existencia actual como un náufrago
que no logra salir a flote, la lentitud del tempo con que hoy marchan el confinamiento, el ímpetu y energía con que se hace nada, angustian al hombre de temple moderno,
y esta angustia mide el desnivel entre la altura del mar y la altura de la temperatura.
Por otra parte, el que vive con plenitud y a gusto las formas del presente
tiene conciencia de la relación entre la altura de nuestro clima y
la temperatura de las diversas edades pretéritas. ¿Cuál es esa relación?
Fuera erróneo suponer que siempre el hombre de una época siente las
pasadas, simplemente porque pasadas, como más bajas de nivel del mar que
la suya. Bastaría recordar que, al parescer de Jorge Manrique, cualquiera
tiempo pasado fue mejor.
Pero esto tampoco es verdad. Ni todas las edades se han sentido inferiores
a alguna del pasado, ni todas se han creído superiores a cuantas fueron y
recuerdan. Cada edad histórica manifiesta una sensación diferente ante ese
extraño fenómeno del clima, y me sorprende que no hayan
reparado nunca pensadores e historiógrafos en hecho tan evidente y sustancioso.
La impresión que Jorge Manrique declara ha sido ciertamente la más general,
por lo menos si se toma grosso modo. A la mayor parte de las épocas no
les pareció su temperatura más elevada que otras edades antiguas.
Al contrario, lo más sólito ha sido que los hombres supongan en un vago
pretérito tiempos mejores, de existencia más plenaria: la «edad de oro»,
decimos los educados por Grecia y Roma; la Alcheringa, dicen los salvajes
australianos. Esto revela que esos hombres sentían el pulso de su propia vida
más o menos falto de plenitud, decaído, incapaz de henchir por completo el
cauce de las venas. Por esta razón respetaban el pasado, los tiempos
«clásicos», cuya existencia se les presentaba como algo más ancho, más rico,
más perfecto y difícil que la vida de su tiempo. Al mirar atrás e imaginar esos
siglos más valiosos, les parecía no dominarlos, sino, al contrario, quedar bajo
ellos, como un grado de temperatura, si tuviese conciencia, sentiría que no
contiene en sí el grado superior; antes bien, que hay en éste más calorías que
en él mismo. Desde ciento cincuenta años después de Cristo, esta impresión de
encogimiento vital, de venir a menos, de decaer y perder pulso, crece progresivamente
en el Imperio romano. Ya Horacio había cantado: «Nuestros padres, peores que
nuestros abuelos, nos engendraron a nosotros aún más depravados, y nosotros daremos
una progenie todavía más incapaz.» (Odas, libro III, 6.)
Aetas parentum peior avis tulit
nos nequiores, mox daturos
progeniem vitiosorem.
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