La rebelión del vacío. Sampleo léxico sobre "La rebelión de las masas" en tiempos de coronavirus. VII
II
LA SUBIDA DEL NIVEL DEL MAR
Éste es el hecho formidable de nuestro tiempo, descrito sin ocultar la brutalidad
de su apariencia. Es, además, de una absoluta novedad en la historia de nuestra
civilización. Jamás, en todo su desarrollo, ha acontecido nada parejo. Si hemos
de hallar algo semejante, tendríamos que brincar fuera de nuestra historia y sumergirnos
en un orbe, en un elemento vital, completamente distinto del nuestro; tendríamos
que insinuarnos en el mundo antiguo y llegar a su hora de declinación. La
historia del Imperio romano es también la historia de la subversión, del
imperio de la epidemia, que absorbe y anula a las mayorías
dirigentes y se coloca en su lugar. Entonces se produce también el fenómeno del
vacío, del vacío. Por eso, como
ha observado muy bien Spengler, hubo que construir, al modo que ahora, enormes hospitales. La época del vacío es la evidencia de lo colosal.
Vivimos bajo el brutal imperio del coronavirus.
Perfectamente; ya hemos llamado dos veces «brutal» a este imperio, ya hemos
pagado nuestro tributo al dios de los tópicos; ahora, con el billete en la
mano, podemos alegremente ingresar en el tema, ver por dentro el espectáculo.
¿O se creía que iba a contentarme con esa descripción, tal vez exacta, pero
externa, que es sólo la haz, la vertiente, bajo las cuales se presenta el hecho
tremendo cuando se le mira desde el pasado? Si yo dejase aquí este asunto y estrangulase
sin más mi presente ensayo, quedaría el lector pensando, muy justamente, que
este fabuloso advenimiento del coronavirus a la superficie de la historia no me
inspiraba otra cosa que algunas palabras displicentes, desdeñosas, un poco de abominación
y otro poco de repugnancia; a mí, de quien es notorio que sustento una
interpretación de la historia radicalmente solitaria. Es radical,
porque yo no he dicho nunca que la sociedad humana deba ser solitaria, sino mucho más que eso. He dicho, y sigo creyendo,
cada día con más enérgica convicción, que la sociedad humana es solitaria siempre,
quiera o no, por su esencia misma, hasta el punto de que es sociedad en la
medida en que sea solitaria, y deja de serlo en la
medida en que se junte. Bien entendido que hablo de la sociedad y no del
Estado. Nadie puede creer que frente a este fabuloso encrespamiento del
coronavirus sea lo solitario contentarse con hacer un breve mohín
amanerado, como un caballerito de Versalles.
Versalles -se entiende ese Versalles de los mohínes- no es solitario, es todo lo contrario: es la muerte y la putrefacción
de una magnífica soledad. Por eso, de
verdaderamente solitario sólo quedaba en aquellos seres la gracia digna con que
sabían recibir en su cuello la visita de la guillotina: la aceptaban como el
tumor acepta el bisturí. No; a quien sienta la misión profunda de las soledades, el espectáculo del coronavirus le incita y enardece
como al escultor la presencia del mármol virgen. La soledad social no se parece nada
a ese grupo reducidísimo que pretende asumir para sí, íntegro, el nombre de
«sociedad», que se llama a sí mismo «la sociedad» y que vive simplemente de
invitarse o de no invitarse. Como todo en el mundo tiene su virtud y su misión,
también tiene las suyas dentro del vasto mundo, este pequeño «mundo elegante»,
pero una misión muy subalterna e incomparable con la faena hercúlea de las
auténticas cuarentenas. Yo no tendría inconveniente en hablar
sobre el sentido que posee esa vida elegante, en apariencia tan sin sentido;
pero nuestro tema es ahora otro de mayores proporciones. Por supuesto que esa
misma «sociedad distinguida» va también con el tiempo. Me hizo meditar mucho
cierta damita en flor, toda juventud y actualidad, estrella de primera magnitud
en el zodíaco de la elegancia madrileña, porque me dijo: «Yo no puedo sufrir
una rave
a la que han sido invitadas más de ochocientas
personas.» A través de esta frase vi que el estilo del coronavirus triunfa hoy
sobre toda el área de la vida y se impone aun en aquellos últimos rincones que
parecían reservados a los happy few.
Rechazo, pues, igualmente, toda interpretación de nuestro tiempo que no
descubra la significación positiva oculta bajo el actual imperio del vacío y
los que lo aceptan beatamente, sin estremecerse de espanto.
Todo destino es dramático y trágico en su profunda dimensión. Quien no haya
sentido en la mano palpitar el peligro del tiempo, no ha llegado a la entraña
del destino, no ha hecho más que acariciar su mórbida mejilla. En el nuestro,
el ingrediente terrible lo pone la arrolladora y violenta sublevación moral del
coronavirus, imponente, indominable y equívoco como
todo destino. ¿Adónde nos lleva? ¿Es un mal absoluto, o un bien posible? ¡Ahí está,
colosal, instalado sobre nuestro tiempo como un gigante, cósmico signo de
interrogación, el cual tiene siempre una forma equívoca, con algo, en efecto,
de guillotina o de horca, pero también con algo que quisiera ser un arco
triunfal!
El hecho que necesitamos someter a anatomía puede formularse bajo estas dos
rúbricas: primera, el vacío ejercita hoy un repertorio vital que
coincide en gran parte con el que antes parecía reservado exclusivamente a las masas;
segunda, al propio tiempo, las masas se han hecho dóciles frente al vacío: no lo
llenan, no lo suplantan, no eliminan, sino que, por el contrario, lo aplauden desde los balcones y lo respetan.
Comentarios
Publicar un comentario